Esto no lo conté nunca. Venía de una vuelta larga por el sur de Chile:
primero pasé por Río Bueno, donde había filmado el llamado “Namuncurá de
piedra”, una roca decorada con ojos y cejas superpuestas parecida a un
fantasma, tras la cual hay una marca de pie hundido. Después me fui a Chiloé,
con sus pueblos parecidos a los del lejano oeste americano y su gente
incomprensible, tan ajenos a un porteño como se pueda desear. Ahí filmé
iglesias góticas de madera –únicas- y los palafitos, caseríos montados sobre
postes para aguantar las crecidas del mar. Anduve por Osorno, Valdivia, Puerto
Montt… y al final crucé la cordillera por el paso cardenal Samoré hacia
Bariloche.
Ahora estaba en Winter Garden, la confitería del exclusivo hotel Llao
Llao, tomando el té. Por los ventanales veía el macizo nevado del cerro
López a un lado y el lago Nahuel Huapi
al otro, una vista espectacular. Adentro, los revestimientos de madera y las
arañas hechas con cornamentas de ciervo daban una sensación de calidez contra
el frío del atardecer en el exterior. Se estaba a gusto ahí, no daban ganas de
irse hasta la noche. De pronto veo venir a una mujer de cabellera negra y ojos
azules directo hacia mí: con alguna sorpresa reconocí a la madre de un
compañero de escuela de mi hijo, a quien hace años no veía.
-¿Sos Demetrio? –me preguntó a
bocajarro.
-Sí… ¿cómo estás? –respondí
recuperando mi voz tras unos instantes. Seguía estando muy buena, a despecho
del tiempo transcurrido.
-Ay ¡Gracias a Dios! –exclamó
impulsivamente, muy emocionada.
Yo no supe interpretar su actitud. Hasta donde recuerdo, su indiferencia
por mí era completa.
-Gracias a Dios… -repitió, mirándome
arrobada.
-Sentate, por favor –le acerqué una
silla sin sentirme ganador por anticipado, pues aprendí a desconfiar de estas
efusiones femeninas.
Ella tomó asiento frente a mí, y se quedó mirándome.
-¿Te pido un café?
-Sí, gracias.
Mientras yo hacía el pedido al mozo ella paseaba su mirada por el salón
y se detuvo en la ventana. Antes de poder comentar yo nada, se levantó y fue a
observar a través del vidrio, con gran excitación.
-¡Son coches normales! –gritó
alborozada, y acto seguido prorrumpió en un llanto de felicidad.
Yo fui hacia ella y la tomé suavemente por los brazos.
-¿Estás bien?
-Sí, sí!... –volvió a mirar los autos
estacionados frente al hotel-. No hay ningún auto antiguo, ¿no?
-Pues… no. Ese es un Peugeot 306… el
de al lado un BMW… el de más allá un Honda Civic…
Cada modelo de auto que yo identificaba iba haciendo crecer su alivio.
Por fin, tras nombrarle todos los autos que había a la vista, ella recuperó su
serenidad, y fuimos a sentarnos de nuevo a la mesa. El mozo trajo el café y Soledad
–no puedo decir su verdadero nombre- lo bebió a sorbos lentos, calentándose
ambas manos con la taza humeante. Ahora quien la miraba era yo. Sentía
curiosidad, pero al mismo tiempo no tenía apuro por conocer la historia de
aquella mujer. Hubiese querido prolongar el misterio lo más posible.
-¿Querés unas medialunas?
-No quiero abusar de vos…
-Para eso estoy. Quiero decir… te
invito con gusto.
Pedí las medialunas y una nueva ronda de café. Nuestras miradas se
encontraron, profundas. Sin sonrisas ni disimulos. ¿Quién eres tú, quién soy
yo?
-Parece que volví.
Había satisfacción en su voz. Calma.
-Volviste… ¿de dónde?
-Es difícil de explicar.
-No me lo expliques si no querés.
-Es que quiero… pero no sé si puedo.
-Ahá.
-Recién cuando salí del baño volvió a
ser todo normal. Gracias a Dios…
Yo la miraba callado.
-Pero antes de eso viví un infierno. Fue
espantoso.
Ella necesitaba tiempo para recuperarse de alguna impresión traumática,
eso era evidente. Yo adopté la actitud del psicoanalista: callar y esperar. El relato
no tardaría en fluir solo.
-Habíamos ido con Miguel y Pablo -su
marido y su hijo- al Parque Nacional Los Alerces. Veníamos de Esquel. Anduvimos
toda la mañana recorriendo la pasarela frente al lago hasta llegar al lahuán
gigante que hay por ahí cerca. Miguel se quejaba de dolor en la rodilla, tiene
los meniscos hechos añicos desde hace años, pero nunca se quiso operar. Nos
pusimos a conversar con un guardaparques, un hombre mayor que nos explicó
muchas cosas sobre los alerces, o lahuanes, como les decían los indios. Son
parientes de las sequoias norteamericanas, los árboles más altos del mundo.
Viven miles de años, son casi inmortales. En un rato iban a salir con una
lancha hacia un rincón remoto del Parque, donde hay algunos lahuanes gigantes
cuya altura nadie midió todavía. Le preguntamos si podíamos ir, pero nos dijo
que sólo había dos lugares en la lancha. Miguel y Pablo se decepcionaron, pero
yo les dije que fuesen ellos en la lancha, y yo me iba a pie por el sendero
hasta encontrarlos allá. “Ni se le ocurra, señora” me dijo el guardaparques al
oír lo que hablábamos. “Ese sendero no es para que ande una mujer sola”. Ya
salió este con el machismo, pensé, Pablo y Miguel estaban de acuerdo, “¿cómo
vas a ir sola?”.
Yo no estaba dispuesta a obedecer al machirulo del guardaparques, y les
contesté así: “Mirá Miguel, vos tenés los meniscos rotos, no podés caminar. Y
Pablo es chico todavía. Aprovechen que está la lancha, así pueden ir a ver eso.
Yo vengo queriendo hacer trekking desde que llegamos al sur, y no puedo con vos
al lado. Esta es mi oportunidad. Vamos y vemos esos árboles gigantes, si nos
quedamos acá es un bajón, no tenemos nada que hacer.” Pablo fue el primero en
mostrarse de acuerdo, y lo convenció a Miguel. Yo le pedí algunas indicaciones
al guardaparques y me fui por el sendero, mientras ellos se quedaban esperando
la lancha. Me acuerdo la última mirada que me lanzó el viejo: tenía miedo de
que yo me perdiera, y él tuviese que salir después a rescatarme.
Anduve más de una hora, el lugar es maravilloso. Todo bosque, y entre
las cortinas de árboles a veces asoman a lo lejos las cimas nevadas de las
montañas. Pero después el bosque se hizo más denso, y se puso oscuro. No
entiendo cómo, pero perdí el sendero. Volví para atrás, pero no lo encontraba,
porque todo el lugar está lleno de escarpas y hondonadas, y cuanto más andaba,
más me perdía. Puteé en voz alta, me daba bronca admitir que el machirulo del
guardaparques tenía razón. Pero ya no había caso. Estaba perdida.
Me puse a memorizar los accidentes del paisaje, tratando de no caminar
en círculos. Al rato el terreno se puso llano y pude andar con más comodidad.
Iba oyendo el canto de los pájaros, tratando de orientarme con el oído, ya que
todo lo que veía me parecía igual. De pronto oí un repiqueteo bastante fuerte,
pensé que tal vez había un leñador cerca. Avancé esperanzada, sólo para ver a
unos pájaros carpinteros picoteando un tronco. Es notable el ruido que llegan a
hacer. Me quedé ahí decepcionada, pensando en volver para atrás, cuando vi algo
en un claro del bosque, más allá de los pájaros… no me tomes por loca por
favor.
Miré a Soledad interrogativamente, pero ella se negó a seguir el relato
sin una garantía de mi parte.
-¿No me vas a tomar por loca?
-Quedate tranquila. Entre locas y
machirulos se entienden.
Se rió por primera vez, y salvado el escollo de su propia vergüenza
reanudó el relato.
-Bueno, Demetrio. Lo que vi en ese
lugar donde había pájaros carpinteros fue… una escalera. Tal cual. Una escalera
de mármol, sin ninguna casa atrás. Qué hacía eso ahí, es algo que no alcanzaba
a comprender. Porque no hubo ninguna vivienda en ese lugar. No había un camino
que llevase a ella, no había ruinas, nada. La escalera sola. Llena de hojas
caídas, bayas podridas, insectos caminando por las grietas… porque estaba
agrietada, y los peldaños muy gastados, eso sí. Estuve pasmada un rato, antes
de decidirme a subirla. Me dije que desde arriba podría obtener una perspectiva
más amplia de la zona donde estaba, para dejar de caminar al tun tun.
Subí despacio, con una solemnidad ridícula. Debía tener más de treinta
escalones. Cuando llegué a la plataforma superior, un panorama salvaje se
ofreció a mi vista: frondas verde oscuro iluminadas por el sol poniente hasta el
pie de los Andes, semejantes a una procesión de penitentes blancos. No había
ninguna casa en toda aquella región; pero cuando el sol se hundió en el horizonte,
empecé a distinguir unos puntos rojos entre la foresta, siempre de a pares y
muy juntos… parecían ojos mirándome. Yo los miré a mi vez, asida a la baranda
de fierro que rodeaba la plataforma; me dije que debían ser monos, aunque no
podía ver su cuerpo.
-No hay monos en la Patagonia,
Soledad. Debés haber visto otra cosa…
-Ni idea de qué podían ser –zanjó
rápidamente la cuestión, pues deseaba volver a su relato-. A medida que
oscurecía los ojos fueron haciéndose cada vez más numerosos, el bosque entero
parecía vigilarme. Yo sentí miedo y descendí corriendo la escalera, quería huir
de ese lugar. Tomé el rumbo opuesto a las montañas, para ese lado debía estar
la entrada del parque. Caminé durante horas en la oscuridad, a veces veía un
par de ojos entre los arbustos mirándome, y una cara oscura se asomaba. Yo
entonces me paraba y le preguntaba si sabía el camino para salir del parque,
pero no me respondía. Lanzaba una especie de carcajadas y se iba. Anduve
perdida toda la noche, y a la mañana por fin encontré la ruta. Pasó una
camioneta igual a la de la serie Lassie y le hice dedo. Paró y me subí, sin
preguntar para donde iba. No daba más. Pensaba bajarme en el primer poblado y
de ahí llamar por teléfono a la dirección del Parque Nacional Los Alerces, para
que avisen a mi marido dónde estaba.
Debo aclararle al lector que esto fue hace unos quince años, cuando
todavía la gente no usaba celular, y sólo había teléfonos fijos. Soledad me
miraba fijo a los ojos para asegurarse de que yo seguía su relato.
-El tipo de la camioneta usaba
sombrero y estaba mal afeitado. Parecía bastante rudo. Yo le di las gracias al
sentarme junto a él, pero no me contestó. Así que viajé callada para no
molestarlo. Al rato me quedé dormida, había pasado la noche entera caminando y
estaba agotada.
Hizo una pausa y se quedó mirándome.
-Ahora sí no me vas a creer…
-Probá. Soy bastante gauchito.
Ella no sonrió. Su expresión era intensa, y presentí que iba a contarme algo
anormal.
-Cuando desperté estábamos llegando a
Bariloche. El conductor se detuvo en un cruce junto a un cartel que indicaba
“Cementerio 2km”. Se bajó y abrió el capó de la camioneta. Había un olor a goma
quemada muy desagradable, supuse que se había fundido algún cable del motor o
la batería. Yo bajé también -aunque no entiendo nada de mecánica- para respirar
aire fresco. Rodeé la camioneta por el frente y el tipo no estaba. Fue una
impresión muy rara. Yo estaba sola junto a la camioneta, el conductor había
desaparecido. ¿Se habría ido a buscar auxilio mecánico? Miré para todos lados y
nada. Campo abierto por todos lados, ningún lugar donde esconderse. Entré de
nuevo a la cabina, y vi algo que me asombró: la alfombra de goma del lado del
conductor tenía dos quemaduras en forma de suela de zapato. Eso era lo que
producía el olor. Las suelas del tipo habían quemado la alfombra de goma… ¿con
quién estuve viajando? me pregunté, y no quise responderme.
Me puse al volante y arranqué la camioneta. Como no conozco bien la zona,
erré el camino al centro de Bariloche y entré por Colonia Suiza, casi sin darme
cuenta hasta el Llao Llao. El hotel estaba igual que siempre, pero los coches
estacionados eran todos de la década del ’50. Entré a la confitería y vi a toda
la gente vestida a la antigua, hasta había mujeres con velo. Algo andaba mal.
Desde que subí esa escalera en el bosque, el mundo había dejado de ser normal. No
sabés cómo sufrí… pensé que nunca iba a volver a mi mundo. Entré al baño para
refrescarme después de un viaje tan largo, y cuando salí te encontré a vos. A
vos, y a mi mundo de siempre, otra vez.
Me tomó las manos, agradecida, y yo le respondí con un apretón fuerte,
para darle ánimo. No sabía cómo juzgar su relato, pero no quise ponerme en
juez. Ella había sufrido y me necesitaba. Eso era todo.
-¿Qué vas a hacer ahora?
-Quiero llamar a mi marido y a mi
hijo, para que se queden tranquilos.
-¿En cuál hotel están?
-El Rayentray de Esquel.
-¿Tenés el teléfono?
-No…
-Vayamos al Centro Cívico. Ahí
encontraremos un locutorio con guías telefónicas del sur.
-Buena idea.
Pagué la cuenta y salimos. Afuera estaba la camioneta “de Lassie”, tal
cual Soledad la había descrito. Abrí la puerta y me asomé a la cabina: la
alfombra de goma presentaba dos marcas de quemaduras con la forma y el tamaño
de suelas de zapatos.
-A la pucha…
Fuese cual fuese la verdad de la historia que Soledad me había contado,
una parte de ella al menos era cierta. Como yo no había venido en auto,
decidimos ir en la camioneta.
-¿Puedo manejar yo?
-Por mí, encantada. Al fin y al cabo,
la camioneta no es mía.
Subí a esa camioneta vieja, sintiendo
el gusto de la aventura. Soledad casi me arruina el momento con su sentido
común:
-Lo único que no tenemos papeles.
-Al diablo con los papeles. Subí.
No se hizo rogar, y partimos hacia el Centro Cívico en un vehículo
técnicamente “robado”. Tal vez el de las suelas calientes ya había hecho la
denuncia en la comisaría. O quizá Soledad era una asaltante de caminos con
esquizofrenia, y el tipo estaba tumbado ahora en un zanjón… bah. Media hora
después llegamos al Centro Cívico y estacioné la camioneta en una calle lateral
junto a la plaza. En el locutorio sólo había chicos jugando al “Counter”, muy
parecidos a los nuestros cuando iban a la escuela.
-Gabi se rateaba para jugar a esto…
-Pablo también. Se rateaban juntos.
Encontré una guía telefónica del Chubut, y en ella el teléfono del hotel
Rayentray de Esquel. Marqué y le pasé el tubo a Soledad, tras lo cual salí de
la cabina para dejarle privacidad. Me distraje viendo la calle, pero no pude
evitar espiar su rostro a través de la puerta transparente de la cabina. Había
puesto una expresión rara, algo no iba bien. Enseguida abrió la puerta y me
miró desconcertada.
-En el hotel dicen que mi marido y mi
hijo se fueron del hotel hace tres días.
-¿Cómo?
-Y que estuvieron allá buscándome una
semana entera.
-¿Qué!?
Soledad se metió de nuevo en la cabina y marcó febrilmente el teléfono
de su casa en Buenos Aires. Alguien atendió del otro lado y ella prorrumpió en
llanto, yo miraba todo esto sin entender ni jota. Pasó diez minutos largos al
teléfono, y cuando salió de la cabina su rostro denotaba tanto alivio como
desconcierto.
-¡No pueden creer que esté viva!
-¿Pero cuántos días pasaron desde que
te perdiste?
-Ellos dicen que nueve… pero para mí
fue un solo día.
-Según lo que vos me contaste, fueron
una noche y un día.
-Claro… fue una noche en el bosque
tras subir la escalera, y al otro día ya me trajo el tipo en la camioneta hasta
Bariloche.
Yo pedí al empleado del locutorio el diario del día y se lo mostré a
Soledad: 6 de agosto de 2004. Ella lo miró incrédula un rato, entonces pude ver
cómo palidecía.
-Fuimos a Los Alerces el 28 de julio…
No entiendo cómo pudieron pasar nueve días.
Yo estaba shockeado también. Aunque no había tenido suficiente trato con
ella, no creía que Soledad fuese una desequilibrada. Había datos objetivos que
corroboraban su historia en los puntos esenciales.
-Miguel se ofreció a venir a
buscarme, pero yo le dije que no hace falta, yo me tomo un avión a Buenos
Aires. Si lo espero a él tardaré un día más en abrazar a mi hijo.
Llamó a Aerolíneas Argentinas y compró pasaje para el día siguiente por
la mañana. Hoy ya no había vuelos. Salió de la cabina mareada por tantas
emociones; caminamos un rato sin rumbo por las calles del centro hasta que se
serenó. Yo me detuve entonces para despedirme.
-Bueno, Soledad… me alegro de que
todo haya salido bien. Mañana verás de nuevo a los tuyos. Yo salgo mañana para
Neuquén… Suerte.
Me miró con los ojos desorbitados. Quizás sufriese algún desequilibrio,
después de todo.
-¿Me vas a dejar sola?
-Bueno… si querés nos juntamos a
cenar.
-No me dejes.
Había miedo en su voz. Se arrimó a mí y me besó apasionadamente. No soy
de fierro, ni mucho menos, y al sentir su cuerpo contra el mío le respondí con
todo. No era una mujer para dejarla pasar. La abracé y me la llevé a mi hotel.
Al entrar en la habitación, caímos en la cama enlazados, para no levantarnos
hasta mucho después.
…Sabía lo que Soledad buscaba en mí aquella noche. Yo era su único punto
de contacto con la realidad. Temía pasar esa noche sola, antes de abrazar a su
familia. Temía que este universo desapareciese y su lugar fuese ocupado por una
realidad ajena. Yo era su llave de entrada al mundo donde ella quería vivir.
Hacía el amor conmigo para fundirse con este mundo lo más posible. Porque ahora
ella sabía que había otros mundos… mundos que ella no quería explorar, mundos
ajenos, donde uno se siente perdido irremediablemente.
Yo también sentía eso, y pasado el primer arrebato de lujuria, tansmuté
mi pasión en algo distinto. No era exactamente amor, sino una experiencia
metafísica del beso: Soledad y yo éramos dos seres perdidos en un universo
ajeno, que sólo se tienen el uno al otro para sobrevivir. Como Adán y Eva al
revés. Eramos el último hombre y la última mujer, sin descendencia. Y tras
nosotros, el universo se convertiría en un caos de formas odiosas, dejando
atrás para siempre a la humanidad.
El alba nos sorprendió abrazados, y entonces yo me levanté de la cama.
Abrí la ventana, y el primer rayo del sol cayó sobre su piel. Ya no había nada
que temer.
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