La erupción del Puyehue



   El 4 de junio de 2011 explotó el volcán Puyehue, en el sur de Chile. A última hora de la tarde, mientras la luz desaparecía y las calles de casas bajas adquirían una tonalidad azul, los habitantes de la pequeña Villa Entre Lagos vieron elevarse por sobre los tejados una inmensa columna de cenizas de color púrpura. Allá en lo alto todavía daba el sol, permitiendo contemplar un espectáculo impresionante. Una nube circular coronaba la columna de cenizas, como un gigantesco parasol que cubriese la mayor parte del cielo. La erupción agregaba material a la columna, que ahora parecía casi sólida; y sus volutas dibujaron una forma, o más bien la esculpieron, porque tenía volumen. Todos vieron una mujer sentada, mirando hacia el este. Era posible seguir cada pliegue de su vestido. Su cuello se difuminaba tras la nube superior, pero su cabeza emergía de ella como un camafeo. La figura se desvaneció lentamente, a medida que las cenizas subían al cielo. Sólo quedó el hongo perfecto de una explosión hermosa.
   Cuando llegó la noche, aquél perdió su profundo tono púrpura, adquiriendo un aspecto tenebroso. Entonces el espectáculo se hizo más fascinante aún, pues aquí y allá empezaron a verse rayos, que parecían las ramas luminosas de un sombrío árbol sin fin. Al otro lado de la cordillera también lo vieron, y las almas se llenaron de pavor. Un estruendo sordo acompañaba el crecimiento del árbol, al tiempo que el suelo temblaba. Todos dejaron sus ocupaciones y miraban hipnotizados la erupción, sin atinar a escapar. Algunos rezaban de rodillas, pues parecía que el mundo llegaba a su fin. Pero el viento iba a elegir a quiénes perdonaba la vida, y a quiénes castigaría.

  Por el alto Limay tres hombres atraviesan un mar de ceniza. ¿Adónde van en esa inmensidad yerma? No hay rumbos, lo mismo da ir hacia cualquier parte. Pero ellos saben, o creen saber dónde ir. Quieren encontrar la orilla del río oculto bajo el manto gris. Las olas lo delatarán, o eso piensan al menos. Son tres buzos de la Prefectura Naval. Su misión es encontrar la toma de agua que alimenta la ciudad, obstruida por la ceniza. Deben destaparla para restablecer el flujo de agua. Nada más lógico, pero la erupción del volcán destruyó la lógica, y ahora vagan perdidos por un paisaje ajeno, con coordenadas y leyes desconocidas.
   Uno de los buzos mira hacia las montañas distantes y se sumerge. Los demás lo pierden de vista y le gritan preocupados “¿La encontraste?” pero en el fondo no les importa la toma de agua, sólo quieren verlo aparecer de nuevo. El buzo reaparece brevemente, para alivio de sus compañeros, y anuncia lo increíble: “Creo que encontré un caño. Voy a seguirlo hasta la toma.” Vuelve a hundirse bajo ese mar gris, inmóvil. Esta vez por más tiempo. Sus compañeros no lo dicen en voz alta, pero están preocupados. Por fin reaparece, con un bulto en brazos. “No era un caño, era la pata de una oveja.” El animal no tiene cara, es sólo una máscara de ceniza uniforme. Los tres buzos se sumergen ahora, y van recuperando ovejas muertas bajo las cenizas. Cada uno vuelve con una en brazos hacia la orilla de ese mar silencioso. “Se murieron todas por asfixia. Y las que quedan en los terrenos altos morirán también, porque no llegarán al pasto.” “El turismo este año se murió.” “La gente va a pasar hambre”.
   La inmensidad gris les devuelve la mirada, sin respuestas.





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