Expedición al Monte Demetrio


 Hace poco descubrí que una montaña lleva mi nombre: es el Monte Demetrio, localizado a 48º 58’ 54” Sur, 72º 57’ 32” Oeste, justo en el límite austral entre Argentina y Chile. Sentí una alegría pueril, debo confesarlo, pues amo la Patagonia. Medio en serio, medio en broma, escribí en mi muro de Facebook: Los hombres no me reconocen como investigador patagónico, pero los dioses lo han hecho. Suena un poco teatral, pero no deja de ser cierto. Me dije ¿y si lo subo?



    Busqué en Wikipedia, y sólo había un escueto artículo en sueco con las coordenadas geográficas erróneas, consignando una cota de 1775 metros. En Panoramio, un tal Jason Hollinger se había hecho fotografiar en la cumbre con el gigantesco glaciar Chico (valga la contradicción) y los Hielos Continentales de fondo. La vista vale la pena, me entusiasmé, sin desechar del todo mi aprensión por lo que se presentaba como un objetivo difícil para mi edad y condición física. Abrí el programa Google Earth, y pasé el mouse por la cima: 1620 metros. Evidentemente, no es una montaña muy concurrida por los escaladores, pues la estimación de su altura varía tanto. Parecía decirme: Estoy en el límite de tu alcance. ¿Te animas…? y sentí la adrenalina del desafío.
   Yo tenía comprado ya el pasaje aéreo al Calafate, había descubierto mi monte tocayo mientras estudiaba un mapa de excursiones por El Chaltén y Lago del Desierto. Tras las visitas obligadas a los glaciares y el Fitz Roy, me sobraban dos días. Tiempo justo para acometer la ascensión. Mientras no me deje los huesos ahí y después crean que le pusieron ese nombre al cerro en mi honor. Una circunstancia me favorecía: en esa zona existe un refugio construido por la gendarmería nacional. Yo planeaba pernoctar allí, y atacar la cima por la mañana, evitándome tener que cargar carpa y bolsa de dormir. Puedo caminar durante horas en la montaña, pero detesto llevar peso a la espalda. Así, la excursión parecía hecha para mí. Siempre y cuando encuentre el refugio, pues los informes online de dos expedicionarios que lo alcanzaron puntualizaban la ausencia de senderos, la presencia de mallines (terrenos inundables), lo lluvioso del clima, etc. Preferí cerrar los ojos a estas dificultades y mandarme igual. Si uno presta demasiado oído al sentido común, la aventura aborta antes de empezar. Así que sable en alto, y ¡adelante!

3 de Octubre.   El catamarán atravesaba el Lago del Desierto, dejando a su paso una estela de agua y silencio. Montes cubiertos de frondosa vegetación vigilaban el paso de la embarcación, sopesando nuestros destinos. Cuando uno hace andinismo, la última palabra la tiene la montaña, siempre. Hasta en el trekking más inocente para sacar fotos de lejos, la montaña decide si se muestra o si permanece oculta tras una cortina de nubes. Pero cuando uno ataca la cima… incluso la más modesta puede aniquilar la osadía del escalador. Un desprendimiento desde lo alto, un simple resbalón… o un viento helado surgido de la nada, que impide seguir.




   Yo venía rememorando la charla con el guardaparques, algunos días antes. En el puesto de El Chaltén hay una maqueta a escala de toda la zona, yo me arrimé a estudiarla con interés, y un hombre joven con el distintivo de Parques Nacionales se ofreció a mis preguntas.
-¿Se puede llegar hasta ahí? –puse el dedo sobre mi objetivo.
-Es una zona complicada –fue la respuesta-. El sendero no está trazado, y hay muchos mallines. No va casi nadie.
-Acá hay un refugio ¿no?
-Sí, es el refugio Río Diablo. Yo fui con mi novia el verano pasado.
-¿Cuánto le pusiste desde Lago del Desierto?
-Unas siete horas…
-Yo había leído que se podía hacer en cinco.
-Cinco, siete o doce. Depende si lo encuentra. Nosotros llegamos cuando ya estaba oscureciendo.
-Yo había pensado hacer noche ahí, y al otro día escalar el cerro.
-¡Ni se le ocurra! Está lleno de ratas. Nosotros armamos la carpa afuera.
-Uh…
-Venga, le muestro fotos del refugio en la compu.
    Nos desplazamos hasta un escritorio, donde el guardaparques buscó entre sus archivos digitales las fotos.
-Acá las tiene…
-¿Qué es eso? –pregunté al ver unos tablones de madera atravesados por un parante.
-Las camas.
-Parecen estantes… ¿Y no hay colchonetas?
-Nada.
-No es como yo pensaba… ahí no se puede dormir. Y además vos decís que debe haber ratas…
-No digo que debe haber, hay. Yo las vi.
-Por lo que contás, eso parece una cueva.
-No puede ir allá sin carpa y bolsa de dormir.
-Te agradezco por la información. Voy a tener que cambiar mis planes…
   Y eso hice. Ahora, mientras navegaba por el hermoso y silente lago, miraba hacia el Oeste en busca de mi montaña. Y allí estaba, nevada su cumbre sobre las verdes laderas. Mi proyecto era simple, y casi demente en su optimismo. Consistía en marchar directo hacia la cima desde la punta norte del lago, y volver antes del anochecer. El refugio del Río Diablo era inutilizable, así que no valía la pena llegar a él. Suprimiendo este objetivo, ganaba una hora o dos de caminata, pues el cerro quedaba más cerca. En lugar de buscar el refugio entre la espesura del bosque y los mallines inundados, marcharía con mi meta a la vista todo el tiempo. Brillante ¿no?
   El catamarán atracó en el puerto, y me registré en el puesto de gendarmería. Declaré que iba al refugio, y volvía al día siguiente. En realidad, pensaba pasar la noche al reparo aquí mismo, una vez vuelto de mi escalada.
    Sin más explicaciones me lancé al sendero, que al principio estaba bien marcado. A mi izquierda discurría el río Diablo, entre un bosque denso cuyos troncos lucían cubiertos de musgo; el terreno iba subiendo, por lo cual eran numerosas las cascadas. En uno de los árboles, los agujeros en el musgo habían formado una carita feliz, como la de Mc Donalds. Saqué una foto y seguí mi camino por entre los troncos caídos, cada vez más numerosos. Sobre el río se habían formado puentes de troncos desmoronados; por entre ellos corría el agua verde del deshielo con un murmullo de felicidad mineral. Eran las once de la mañana. Si mi plan iba bien, a eso de las cuatro haría cumbre, y tenía cinco horas para volver antes de la última luz. Pero no había de verme yo libre de dificultades.



   Como a la hora de marcha, el sendero desapareció. Nada por aquí, nada por allá. Bien, Demetrio, estás solo en la montaña. A la derecha se abría una quebrada, pero consideré prematuro seguirla. No podía permitirme el lujo de errar el camino. Continué junto al río, aunque las hondonadas -cada vez más frecuentes- a veces me alejaban de la ribera. Ahora el terreno ante mí era de una pendiente pronunciada, magnífico en su proliferación boscosa. Los troncos caídos –principalmente lengas- parecían formar escalinatas ascendentes hacia algún remoto reino rupestre.
   Saqué foto a otra carita feliz en el musgo –ésta menos contenta que la anterior, con una nariz demasiado gorda- y seguí mi avance, o más bien mi ascenso, resoplando. Las cimas no se veían, por lo tanto andaba sin guía en medio del bosque. Fueron apareciendo nuevas caras en el musgo de las cortezas arbóreas, pero éstas no estaban felices. Más bien parecían aterrorizadas. Una de ellas –la vi de pronto a la altura de mis ojos- era tan horrible, que renuncié a fotografiarla.
    Ya era la una de la tarde. Una segunda quebrada apareció a mi derecha, y me interné por ella. Consideré que estaba ante las mismísimas laderas del monte Demetrio, por lo cual haciendo de tripas corazón, emprendí el ascenso (como si hasta ahora hubiese estado paseando por terreno llano).



   Pronto los troncos caídos de las lengas se hicieron tan abundantes, que formaban verdaderas barricadas, impidiendo casi mi avance. Debía trepar todo el tiempo, y apenas había espacio para caminar. Cuando quise darme cuenta, estaba escalando una maraña de troncos tan alta, que el suelo no se veía. ¿Dónde estoy? ¿cómo hago para llegar al terreno despejado? Por donde quiera miraba, había troncos caídos. Era un verdadero cementerio de lengas, y me maravillaba que aún quedasen suficientes árboles en pie para mantener la apariencia de bosque. Porfiado, seguí mi avance trastabillando y arañándome con las ramas caídas, esperando dar en algún claro. Dos horas después, seguía inmerso en el laberinto, y una alarma sonó en mi interior. Debo buscar el río.
  Todo aquel que haya perdido el rumbo durante una escalada conoce este momento, cuando debe reconocer la necesidad de echar en saco roto el progreso realizado, y desandar el camino. Pues yo no podía subir más por esa ruta plagada de obstáculos, mi cuerpo me lo estaba diciendo bien claro. Empecinarme suponía llevarme al colapso físico, fatal en tales circunstancias. De modo que me senté sobre un tronco caído, y saqué de mi morral el sándwich que llevaba, junto con dos frutas y una botella de agua. Mientras comía reflexionaba sobre lo que me convenía hacer.
  A mi izquierda sonaba un lejano murmullo de aguas, era el río Diablo que había dejado unos trescientos metros más abajo. Por primera vez me pregunté la razón de tal nombre. Quizás las caras horribles sobre el musgo sugirieron al padre De Agostini, o quienquiera lo haya bautizado, la presencia del Maligno. Eché cuentas: eran pasadas las tres. Necesitaba cuatro horas para volver por el mismo camino hasta el destacamento de gendarmería, donde me esperaba una mala noche a la intemperie, si acaso al reparo de una pared o el ala de un techo. Si bajaba al río y seguía la ribera, en dos o tres horas llegaría al refugio Río Diablo, donde me esperaba lo mismo. Decidí que pasar la noche en el refugio tendría más glamour, y además, quedaba más cerca.
  Terminé el sándwich y guardé en el morral las frutas para la noche. Al incorporarme, un ruido de ramas quebradas sonó detrás de mí, pero no vi nada. ¿Un puma? Dios quiera que no. Tranquilo, estos depredadores temen a los humanos. Nunca entendí muy bien porqué, pues en medio del monte, somos pan comido para ellos. Comencé a bajar apresuradamente hacia el oeste, confiando en hallar en algún momento el río. Cada tanto miraba hacia atrás, pues me parecía oír ruido de pisadas. Esta situación duró un buen rato: cuando yo me detenía, las pisadas hacían lo mismo. Cuando reanudaba la marcha, reiniciaban, solapándose con el ruido de mis propios pasos. Muy ladino debía ser ese puma para acecharme de tal modo. Ahí estaba yo, pasando un mal rato por culpa de mi imprudencia. ¿Quién me mandaba vagabundear por estos lugares solitarios? La persona más cercana se encontraba a varios kilómetros, y no podría encontrarme, aunque me supiese en apuros.
   Por fin el murmullo de las aguas se hizo más fuerte, y supe que el río estaba próximo. Instintivamente volteé hacia atrás, y vi claramente a mi perseguidor: no era un puma. Tal vez suene raro, pero lo que avanzaba entre los árboles y los troncos caídos parecía un muñeco de nieve. Bastante grande. Eché a correr sin pensar, presa de un pánico cerval. Con el instinto de la presa que se sabe condenada, busqué mi salvación en el río. No tenía tiempo de preguntarme nada, sólo sabía que la anormalidad entrevista representaba un peligro mortal. De repente, las aguas congeladas aparecieron ante mí, con un caudal tumultuoso. Echarme en ellas sería un suicidio. Volví a mirar hacia atrás, tal vez para convencerme de que el suicidio valía la pena. O por la ancestral curiosidad del hombre por lo desconocido. Vi y no vi… lo que vi. Un cuerpo cuyos movimientos se deformaban como los de una sombra. Aunque tenía volumen y espesor definido, mis ojos no podían enfocarlo: su perfil se hacía alargado e indistinto, y luego extraía un miembro de su propia nada, y empezaba a caminar de nuevo.
   Venía por mí. Ignoro si era un ser biológico, pero tenía un cuerpo capaz de lastimarme, e intenciones de hacerlo. ¿Cómo huir de él? Parecía leer mis pensamientos, y anticipar mis movimientos. Con un esfuerzo me arranqué a la fascinación del sapo por la serpiente, y corrí hacia un árbol caído que formaba puente sobre el río. Trepé en dos saltos, y atravesé la corriente, que en ese lugar tenía unos diez metros de ancho. Al final del cruce, unas ramas apenas me sostenían. Las quebré desde su nacimiento y caí al agua cerca de la orilla opuesta, destruyendo el puente. Mi perseguidor llegó hasta la ribera y pegó un alarido que me heló la sangre, pues comprendí que sus maniobras ópticas camuflaban una naturaleza carnívora y despiadada. Corrí como alma que lleva el diablo –literalmente- y escapé río arriba, en dirección a la cordillera.
    Serían las siete de la tarde cuando encontré el refugio. Llegué despavorido y rengo, en un estado lamentable. No eran comodidades las que me esperaban, precisamente. Lo único que levantaba un poco el ánimo era el escudo nacional sobre la puerta. Daba una sensación de protección ilusoria. El estado me cuida



  Adentro, sin embargo, la desolación era completa. Cuchetas espartanas, una mesa y banquetas cubiertas de polvo, así como –last but not least- una salamandra desvencijada. Me senté a la mesa mordisqueando una manzana, y esta sola acción sedentaria me ayudó a recuperar el orden de mis ideas. Por la ventana veía la cercana Laguna del Diablo, espejo de agua sin reflejos en esa hora oscura de la tarde. El lugar era deprimente, lleno de cacas de rata, pero al menos ofrecía un abrigo contra el viento frío que ya bajaba de la montaña.
   Las paredes estaban cubiertas de graffiti trazados con carbones de la salamandra, aunque también se veían algunos rojos o azules, hechos con marcador. Todos querían inmortalizar su paso por este desolado rincón de la Patagonia. Me entretuve leyéndolos: eran una miscelánea caótica, desde el cartelote en letras de imprenta hasta el manuscrito diminuto y ya casi ilegible. A fuerza de releerlos –no tenía otra cosa en qué ocupar la mente– algunos quedaron grabados en mi memoria:
“Los pibes de Rosario”.
“Silva”
“Ho Wen Yang, 2009.”
“Itatí, Corrientes”
Patagonia best place in the world. Mary and Ewan Jones”
“Ayuda por favor si alguien lee esto. Algo ronda el refugio. Se camufla en la nieve para acercarse con disimulo, pero yo lo descubrí. La nevada de hoy dejó una capa uniforme sobre el suelo, a excepción de un montículo entre dos árboles, a unos cien metros. Yo lo detecté con el largavistas hace un rato. Ya no está. Después el hielo talló sobre una roca cercana una estatua arrodillada, como esas que sostienen las cornisas de los edificios. En pocos minutos se derritió, dejando ver la roca lisa debajo. Ahora hay un bulto nevado, inmóvil, a escasos metros de mi puerta. Antes no estaba ahí. Puse la mesa y las banquetas detrás de la puerta, pero la ventana es de vidrio, y no ofrece protección. Mi nombre es Rodrigo Mora.”
“¡Ja, ja! ¿Qué te tomaste, Rodrigo? Te pusiste en pedo y revoleaste los bancos.”
“J’aime la Patagonie. Férdinand”
   La luz menguó hasta desaparecer, y ya no fue posible seguir leyendo. Yo no encontraba motivo de risa en la descripción apresurada de Rodrigo Mora. Por suerte no había nevado en esos días. Me tendí en la cucheta, usando el morral como almohada. No se estaba tan mal, a fin de cuentas. El cansancio extremo que experimentaba contribuía a ahuyentar mis preocupaciones: sólo quería dormir. Por la ventana veía un pedazo de noche donde brillaba el lucero…

4 de octubre. Me despertó la luz abundante del día. Miré el celular: las 8 de la mañana. Había dormido doce horas corridas, a despecho de todo. Me levanté, sintiendo fuertes contracturas en las piernas, y fui a lavarme la cara en la laguna. Desayuné la última manzana y seguí la huella hasta el cercano mirador del glaciar Chico. Poco después estaba admirando el mismo paisaje que se ve desde la cima del cerro Demetrio, aunque con un ángulo menos favorable. No pienso sacrificarme para conseguir una foto mejor



Emprendí el regreso. Al pasar por delante del refugio me pregunté qué habría sido de Rodrigo Mora. La duda quedó flotando en mi mente durante todo el día, mientras marchaba hacia el Lago del Desierto. Fui parando a descansar muchas veces, pues las piernas apenas me respondían. A duras penas conseguí dominarme al pasar por algunos sectores oscuros del bosque. Mis dientes castañeteaban, no sé si por hambre o miedo. O ambas cosas a la vez. A eso de las cuatro encontré la estancia abandonada de Sepúlveda, y una hora después llegué al puesto de gendarmería, justo a tiempo para tomar el catamarán de regreso. Cuando pude dejarme caer en una butaca de la embarcación me desarmé, exhausto y feliz al mismo tiempo. Mi expedición al Monte Demetrio había terminado.


   …A los lados pasaban los picos nevados con sus laderas cubiertas de bosque, y una onda doble buscaba las orillas silenciosas. Atrás quedaba el misterio… 

6 comentarios:

  1. Muy buen relato, Demetrio!!!
    Gracias por visitar mi blog. Justo cuando te iba a comentar que existía un cerro con tu nombre advertí que ya estabas enterado. Bien.
    Estuve un par de veces en este lugar, o sea en Río Diablo. La primera vez fuimos exclusivamente a pasar la noche en el refugio. El sendero, en partes, dejaba mucho que desear pero bueno... llegamos. Recuerdo que cenamos a la luz de las velas y hasta jugamos a los dados. A la mañana siguiente nos asomamos al glaciar Chico y volvimos a la punta norte de Lago del Desierto.
    En la segunda visita entramos desde Chile, luego de penar un rato largo por la costa del lago Chico. Días antes nos habíamos asomado también al glaciar O'Higgins. Esa vez NO pasamos la noche en el refugio. No por las ratas ni los fantasmas, sino porque directamente no lo encontramos, jaja... Ya se había hecho de noche y la oscuridad no nos dejaba ver nada. Por suerte teníamos carpa.
    Acá te dejo el link de aquella tragicómica aventura binacional:
    http://obsesionpatagonica.blogspot.com.ar/2011/05/la-ruta-de-los-pasos-perdidos-3ra-parte.html
    http://obsesionpatagonica.blogspot.com.ar/2011/05/la-ruta-de-los-pasos-perdidos-ultima_14.html
    Te mando un gran abrazo patagónico.

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    1. Acabo de leer tus desventuras en las vecindades del cerro Demetrio. Mi monte tocayo se las trae, es taimado, confuso, resbaladizo, obtuso, huidizo, por decir poco. En cuanto a la música que oíste por ahí, nada más normal. Era el yeti cantando…
      No dejan de asombrarme tus recorridos. Uno mira cualquier punto de la Patagonia en google Earth –por ejemplo, el istmo donde está la Estancia La Carmela-, luego busca en tu blog el correspondiente relato y voilá, ¡Armando ya estuvo ahí!

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  2. Jajaja... no es para tanto! Aun me falta mucho por recorrer!
    Hablando del yeti, hay un relato muy interesante al respecto en este link:
    http://cuentosdepratt.es.tl/La-travesia-Machete_Blest.htm

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  3. Es fácil tomarse en joda al yeti en medio de la ciudad, y yo mismo lo hago. Pero en los lugares solitarios es otra cosa... a mí me persiguió algo. Y ese algo había mutilado una mula unos días antes. No digo más.

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  4. ¿Escuchaste hablar del Incidente Dyatlov?
    Allí se habla del yeti como el posible responsable de la muerte de unos jóvenes expedicionarios rusos. El caso es escalofriante.

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  5. Conozco el caso. Hasta hace poco, consideraba inofensivos a estos seres. Luego me enteré que unas criaturas similares en la Amazonia reciben el pintoresco nombre de "Arrancalínguas". Porqué será?
    https://www.youtube.com/watch?v=eMzP8iX7Llw&t=742s

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