A vuelo de cóndor
Al oeste
de El Calafate, junto a la ruta que lleva al glaciar Perito Moreno, las
montañas se engalanan con un manto de terciopelo verde oscuro. Surgen de la
planicie de repente, sin que ella se dé por enterada hasta llegar a su pie
mismo. Allí puede verse una solitaria cabaña de madera, empequeñecida por las
inverosímiles moles naturales detrás suyo. Y en el espacio intermedio, si uno
tiene suerte, a distancia de quinientos o mil metros, unos pájaros corpulentos,
inmóviles como frailes rezando sus oraciones matinales.
Uno
de ellos emprende la carrera aleteando, le toma un buen rato levantar vuelo,
pero al fin lo consigue dando graznidos de júbilo. Ya en lo alto, dibuja un
amplio giro hacia la cordillera, cubierta de nieve como una novia con sus
velos. Vayamos con él, abandonando este cuerpo pegado a la tierra. El cóndor
tiene espaldas suficientes como para cargar nuestras ilusiones. Pronto vuela
sobre el lago Argentino, inmenso como un brazo de mar. Sus aguas son de un
intenso azul, contrastando con los montes nevados de formas caprichosas a su
alrededor. De a poco aparecen los témpanos, brillando como diamantes al sol:
bajeles blancos, tritones en ronda desprendidos de una fuente abolida, caballos
de hielo flotando a la deriva.
A
medida que el ave se acerca a los campos de hielo, el color del agua se torna
lechoso. Ya aparece el primer glaciar: es el Spegazzini, semejante a un tobogán
congelado derramándose sobre el lago. Luego vienen otros menores, y mas alla se
avizora una superficie interminable: es el glaciar Upsala.
El cóndor planea en círculos sobre el caos espléndido de fulgores
preciosos, bloques puros y aristas caprichosas, antes de abandonar el lago e
internarse en las montañas. Aletea entre picos de granito, atravesando
quebradas no visitadas por nadie. Largas cataratas congeladas asoman a su
izquierda, bajando en cámara lenta desde los hielos continentales. Vamos sobre
el ave negra, o tal vez ésta nos lleva colgando entre sus garras como un bebé
raptado. Ahora se acerca al Chaltén, y una sinfonía de agujas de piedra
conmueve el horizonte. Es tarde, el vuelo ha llevado casi todo el día. Rozamos
el filo de piedra del Torre y nos dirigimos hacia el Fitz Roy, cuyo nombre
sugiere majestad.
Aquí el cóndor desciende y nos deposita frente al cerro primordial,
amo indiscutido de la región. Sin parar de aletear tras habernos soltado,
reemprende el vuelo y se pierde entre las nubes.
Me
encuentro solo sobre la nieve. No recuerdo como llegue aquí. Frente a mí un
lago congelado de unos trescientos metros de diámetro, sobre el cual descienden
pendientes de nieve. Levanto la mirada y siento vértigo: una inmensa catedral
natural me rodea, cien veces mayor que cualquier obra humana. Su simetría es
perfecta: a ambos lados altísimas agujas de piedra remedando campanarios; en el
centro una masiva e interminable torre vertical, tan alta, que se pierde entre
las nubes...
Las sombras y el viento del atardecer descienden sobre mí, y empiezo a
temblar involuntariamente. Siento la presencia de Dios, no se cuál, porque en
ninguna iglesia sentí nada similar. Sobrecogido e insignificante ante la
majestad de la montaña, doy unos pasos vacilantes. Mi pie izquierdo se entierra
en la nieve hasta la rodilla y retrocedo asustado. Si en lugar de la orilla
esto hubiese ocurrido sobre el lago congelado, ya estaba muerto.
Decido regresar, si, regresar al Chaltén... Camino sin mirar atrás, pues
de pronto me ha entrado el pavor de la montaña. Tras cuatro horas de marcha y
en plena noche, veo las luces del pueblo... Vuelvo a mi lugar entre los
hombres, y dejo al cóndor el reino inhumano de las cumbres.
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