Barco hundido



   Un barco abandonado es un templo. Guarda la sal de los mares, amores de todos los países, historias de náufragos. El barco cuya historia voy a contar es hoy un barco hundido, vale decir, un templo submarino. Su casco se ha cubierto de algas; los peces recorren sus camarotes, antaño habitados por melancólicos pasajeros, y bailan frente al timón, preguntándose dónde está el capitán…
   El Monte Cervantes tenía 160 metros de eslora, y hacía la ruta Buenos Aires – Puerto Madryn - Punta Arenas - Ushuaia, llevando a lo más granado de la sociedad argentina y chilena, en viaje de negocios o placer. Naufragó dos veces, por lo cual algunos lo conocen como “el Titanic argentino”. Pero me estoy adelantando… El 15 de enero de 1930 partió en un nuevo viaje, y luego de sus tres escalas habituales se dirigió a bahía Yendegaia, pero el día 22, cerca del faro Les Eclaireurs, su quilla se rajó al colisionar contra el fondo rocoso. Rápidamente se inundaron las bodegas y la fila inferior de camarotes. La proa se elevó, la nave se inclinó a babor y comenzó a hundirse. Cualquiera puede imaginar las escenas de desesperación a medida que el mar helado invadía el interior del barco y los pasajeros corrían de un lado a otro buscando escapar; el piso se inclinaba cada vez más y la vajilla se desmoronaba de las mesas, mientras rodaban las sillas y el elegante piano de cola comenzaba a deslizarse como si una mano invisible lo empujara… por suerte, esto no ocurría en alta mar, sino cerca de la costa. El capitán logró llevar el barco hasta los islotes de Les Eclaireurs y allí lo encalló, posibilitando la evacuación de los pasajeros y tripulantes en botes salvavidas. Pocas horas después, el buque de carga Vicente López llegó en respuesta al SOS, socorrió a los náufragos y los transportó a Ushuaia.
  En aquel tiempo, “la ciudad más austral del mundo” era apenas un pueblo de ochocientos habitantes, con una sola pensión y cuatro camas libres para unas… 1550 personas, entre pasajeros y tripulantes. Desbordado, el pueblo les ofreció albergue en casas de familia, en depósitos, y hasta en la cárcel de Ushuaia, cuyo patio fue techado para recibirlos. En un gesto de nobleza inesperada, los presidiarios donaron la mitad de su ración de comida a los náufragos. Esta hospitalidad duró una semana entera, hasta la llegada de la nave Monte Sarmiento, que llevó de nuevo a los pasajeros y tripulantes a Buenos Aires.


   Entretanto, en el barco encallado se produjeron numerosos saqueos, según atestiguan las crónicas de la época. Cámaras de fotos y alhajas desaparecieron de los equipajes recuperados. Se atribuyó la culpa a los tripulantes; una comisión de pasajeros demandó a la empresa sin resultado. Esa misma comisión hizo grabar una placa en agradecimiento al pueblo de Ushuaia por su generosidad. Cincuenta años después del naufragio, en 1980, volvieron a reunirse en aquella ciudad los sobrevivientes para conmemorar lo que para ellos resultó una aventura. Y en esa reunión circularon historias…
   La que yo quiero relatar ahora se refiere al capitán Theodor Dreyer y su misteriosa desaparición. Porque de todos los embarcados, él solo no fue visto más. Ni vivo, ni muerto. Muchos suponen que se hundió con el barco tras salvar a los pasajeros y tripulantes, a la manera romántica de algunos cuentos, donde el capitán permanece en cubierta haciendo la venia mientras el barco se sumerge y lo tapan las olas. Otros piensan que se fugó y alcanzó la costa de la isla Navarino. Y otros aún relacionan su desaparición con un incidente ocurrido durante el salvataje de los pasajeros: mientras eran embarcados en los botes salvavidas para llegar a los islotes de Les Eclaireurs, uno de los botes volcó, cayendo todos sus ocupantes al agua. Algunos no sabían nadar, y empezaron a ahogarse dando gritos de desesperación; pero en ese trance fueron empujados hacia los islotes, sin que al principio se diesen cuenta de quién los ayudaba. Pensaron que eran delfines, que a veces se ven la zona, y suelen ayudar a las personas a punto de ahogarse, pero luego vieron a sus salvadores: eran niños rubios de apenas ocho o nueve años. No era el momento de hacer preguntas, sino de ponerse a salvo, y así lo hicieron todos los caídos del bote. Por su parte, los ocupantes de otro bote salvavidas relatan que un niño rubio abordó la embarcación y guió a los remeros para evitar los escollos que la ponían en peligro. Nadie sabe de dónde salieron esos niños providenciales; se supone que eran hijos de pescadores, con experiencia en el mar.
    Cuando llegó al rescate el barco Vicente López, todos los pasajeros y tripulantes se apresuraron a embarcar en él rumbo a Ushuaia; algunos afirman haber visto entonces al capitán Dreyer en la cubierta del Monte Cervantes hablando con los niños. Nunca más fueron vistos, ni uno ni otros. Al día siguiente el barco dio una vuelta de campana, y su interior quedó completamente inundado.

   El resto es apenas historia. Buzos profesionales contratados por la compañía de seguros se sumergieron buscando el cuerpo del capitán, pero nada hallaron. Desconsolada, la viuda  de Theodor Dreyer ofreció recompensa por información sobre su esposo sin obtener resultado alguno. Andando el tiempo, en 1954, la empresa argentina Salvamar inició la tarea de recuperar el Monte Cervantes. Se calafateó la rajadura del casco y se inyectó aire comprimido a los camarotes, logrando así reflotar la nave. Un remolcador y dos barcos de apoyo la venían arrastrando, pero faltando sólo una milla para llegar a Ushuaia, el casco del Monte Cervantes se volvió a rajar y la nave se hundió, esta vez definitivamente, a cien metros de profundidad.

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