Tengo una
bola de cristal. O mejor dicho, de acrílico. Es perfecta. Mi hijo se la regaló
a sus hermanas para su cumpleaños. La idea era practicar en la playa esos pases
de malabarismo que hacen los artistas callejeros. Pero llegó el verano y no la
tocaron. Buscando darle algún uso a un objeto tan inútil, comencé a quemar
hojas concentrando los rayos del sol a través de él. También pirograbé una cáscara de naranja con
nuestros nombres. Luego pasé a los experimentos ópticos, aprovechando su poder
de refracción: saqué fotos del mar invertido, del cielo como un prado de
sombrillas, de nosotros cabeza abajo. El malabarismo no es lo mío –me dije-
pero estos efectos valen la pena, y los buenos pesos que se gastó Gabriel.
Terminadas las vacaciones, la bola quedó arrumbada en el placard hasta entrado
el invierno.
Ahora
empieza lo que quiero contar. Un día se nos ocurrió hacer asado en la terraza.
Yo no soy asador –ni político, ni malabarista- pero me gusta el fuego. Mientras
miraba las llamas se me ocurrió traer la bola transparente para verlas al
revés. Subí de nuevo con ella y voilá: una hoguera magnífica cayendo hacia
abajo, como una catarata dorada… quedé absorto como Hamlet, con la bola en la
mano y la mirada perdida en ella. No sé cuánto tiempo pasó, quizá empecé a
ensoñar despierto, porque de pronto vi cómo las llamas derivaban hacia la
periferia de la esfera, y en el centro aparecía un paisaje nocturno y
siniestro, erizado de cruces. Era un cementerio, sin dudas, y aunque me esforcé
por descubrir la causa de aquel reflejo, no pude hallarla. Por sobre mi
extrañeza, no obstante, se imponía el magnetismo de aquella escena,
perfectamente nítida. Allá, en medio del camposanto, una figura solitaria
excavaba una tumba, sacaba un féretro y lo abría. Se mantuvo inclinada sobre él
un largo rato, sin que yo pudiese ver qué hacía. En cierto momento me pareció
ver relumbrar un cuchillo. Por fin se levantó con algo entre las manos, y
quitándose el poncho que llevaba, se puso la prenda sacada del féretro sobre el
pecho. Enseguida se cubrió de nuevo con el poncho y, tomando impulso, se lanzó
a volar. Cruzó frente a la luna como un vampiro gigante, y se perdió de vista.
Yo quedé boquiabierto mientras las llamas se reunían y el centro de la esfera
volvía a reflejar la hoguera.
Miré
incrédulo hacia la parrilla, donde el fuego empezaba a decaer, dejando paso a
las brasas. ¿Había sido una ilusión? Seguramente. Igual me prometí observar con
cuidado los reflejos en mi bola de acrílico la próxima vez.
Pasó como un
mes. Gabriel nos invitó a su casa a cenar pollo asado, y yo no olvidé llevar mi
bola mágica. Ya la llamaba así, aunque no sabía si el prodigio se iba a
repetir. Salimos a la pequeña terraza de su departamento, que es la envidia de
todos los vecinos. Tiene una hamaca paraguaya y todo. Prendió la fogata… yo me
senté de espaldas a ella, y extraje la bola discretamente del bolsillo de mi
chaqueta. No había comentado a nadie mi visión, para no despertar sospechas
sobre mi salud mental. Cris me hubiese mandado hacer no sé cuántos análisis si
se enteraba. La luz verde y las plantas conferían una agradable atmósfera de
jardín tropical al lugar. Los demás se habían ido adentro, yo quedé solo en la
calma nocturna interrogando los reflejos de la bola transparente. Y ocurrió de
nuevo: las llamas se apartaron del centro por un efecto óptico imperceptible y
quedaron acariciando la periferia de la esfera, alrededor de una visión que
ahora yo sabía no correspondía a ningún reflejo procedente del entorno. Qué diablos, estaba viendo otro lugar. Había
un hombre sentado al revés en una silla de madera, con los brazos apoyados
sobre el respaldo. Vestía un poncho oscuro, y llevaba un sombrero español de
ala recta echado hacia adelante, de modo que impedía verle el rostro. La
habitación era muy pobre, con piso y paredes de madera. Una bujía sobre la mesa
era la única iluminación. El hombre comenzó a balancearse sobre la silla, hacia
adelante y atrás; de pronto, el poncho y el sombrero cayeron al suelo, sin
revelar ningún cuerpo en su interior. Unos indios entraron a la habitación
cerrada y levantaron las prendas, comprobando que no había rastros del hombre,
tras lo cual se santiguaron y cayeron de rodillas como si hubiesen presenciado
un gran milagro.
La visión se
desvaneció, y yo quedé más desconcertado que antes. ¿Cuál era el significado de
todo esto? No sólo no comprendía cómo surgían las escenas en la esfera
transparente, sino que tampoco les encontraba sentido. Gabriel y Cris vinieron
trayendo el pollo para asar, y yo me integré a la reunión familiar.
Por
supuesto, no iba a esperar hasta el próximo asado para escudriñar el reflejo
del fuego en la bola. Pero tampoco quería contárselo a mi mujer, así que
aproveché cuando ella salió a cenar con sus amigas para prender una fogata
nocturna en nuestra terraza. Puse diarios embebidos en alcohol entre el carbón
y arrimé un fósforo encendido: la llama brotó al instante y se elevó muy alto,
entre estallidos de chispas. Tomé la bola de acrílico y me puse de espaldas al
fuego, observando los reflejos. Al instante las llamas convexas se descorrieron
como un telón, y apareció una cueva muy alta y sombría, cuyo interior
pobremente iluminado con velas poblaba una reunión de gente vestida en su
mayoría con ponchos y ojotas, evidentemente indios. Rezaban alrededor de un
pentáculo trazado con azufre, y en ocasiones se tiraban al suelo para besar
cada uno de sus vértices, donde éstos tocaban el círculo exterior. Entre los
presentes distinguí tres figuras mejor vestidas, pues usaban ponchos decorados
con guardas, sombrero español de ala recta y botas. Las penumbras de la cueva
apenas velaban sus semblantes torvos. Uno de ellos llevaba un báculo, y parecía
dirigir la reunión.
De pronto el
círculo de los presentes se abrió para dar paso a una figura grotesca que llegó
caminando para atrás hasta el centro del pentáculo, donde se detuvo: tenía la
cabeza girada 180 grados y podía contemplarse la línea entera de las vértebras.
Aparte de eso, le habían cortado un brazo, que llevaba cosido al dorso en una
posición inverosímil. Iba desnudo y no resultaba fácil calcular su edad. Ni
siquiera entendía si lo estaba viendo de frente o de espaldas, a causa de su
deformidad.
Todos los
presentes se prosternaron ante este engendro, excepto el hombre del báculo,
quien le hizo una reverencia. Alguien trajo entonces un bulto envuelto en
mantas a modo de ofrenda, y yo temí lo peor. No sé si narrar lo que sigue. El
bulto se movía, estaba vivo. El deforme apartó las mantas y esbozó una sonrisa
de placer animal. Se llevó la presa a la boca… y yo dejé de mirar. Aparté la
bola y eché agua al fuego. No me importó producir humo, sí terminar con eso.
Menos mal que no había hecho asado… no hubiese podido probar un solo
bocado.
Por fin había
reconocido las visiones: correspondían a la brujería de Chiloé y a un monstruo
deformado por los brujos, llamado Invunche. Yo había estado leyendo acerca de
eso tiempo atrás, ahora esos relatos habían fermentado en mi inconsciente y sus
personajes se presentaban ante mí en los reflejos de una bola transparente. Era
un simple mecanismo de proyección, como cuando soñamos; pero aquí mi psique se
había desdoblado, por un lado proyectaba los contenidos inconscientes sobre la
bola, mientras por el otro se mantenía consciente. Una especie de sueño lúcido.
La secuencia de las visiones era impecable y reconocible en mis lecturas: un
brujo despelleja un cadáver y se confecciona un challanco o chaleco de piel, el
cual le confiere el poder de volar; luego ejerce su facultad de desaparecer a
voluntad; por fin se reúne con otros en un ritual caníbal protagonizado por un
engendro... Los aspectos más sombríos de la brujería chilota se habían
manifestado ante mí, y ya no sentía deseos de ahondar en el tema. ¿Para qué
asomarse al pozo sin fondo de la maldad?
Decidí
aparcar la bola, satisfecho con mi explicación psicológica, tomada directamente
de Freud. Pero el hombre propone, y Dios –o el Invunche- dispone. No había de
librarme de las visiones sin un incidente que pone en duda esa tranquilizadora
explicación.
Estábamos de
cumpleaños. Había venido mi sobrina con su marido y sus dos hijos pequeños.
Gabriel y Emilio prendieron el fuego, mientras las mujeres aderezaban la carne
y las verduras para asar. Se preparaba una verdadera hecatombe culinaria con
mollejas, morrones, chinchulines, papas… todo a la parrilla, y afuera esperaban
a intervenir ajo, aceite de oliva, chimichurri… en fin, un menú light. No sé si
fue por costumbre o por no haber agotado mi curiosidad, el caso es que bajé a
buscar mi bola mágica una vez más, y me posicioné con ella de espaldas al
fuego. Pronto la esfera se tornó dorada… llamas danzantes flameando hacia
abajo… y el milagro (o la proyección inconsciente) se repitió: apartando el
telón ígneo, una playa oscura se hizo visible. La veía como si estuviese ahí,
pero aún así resultaba difícil distinguir los detalles de la escena, pues era
de noche. Poco a poco fui acostumbrando la vista, y entonces vi tres figuras
aisladas, inmóviles en la oscuridad. Eran las mismas de visiones anteriores,
hombres con poncho y sombrero español. Por momentos, parecían meros bultos
depositados frente al mar, pero esperaban algo.
Una luz
apagada se hizo visible y fue aproximándose lentamente hasta la orilla. Era un
barco antiguo a vela, con un único farol sobre cubierta. Las tres figuras se
metieron al mar y lo abordaron trepando una escala de soga. Todo ocurrió en un
santiamén y sin marineros a la vista. El barco no había echado ancla y se alejó
enseguida, perdiéndose en la oscuridad. Las llamas se cerraron sobre la escena;
yo dejé la bola por ahí, absorto en mis pensamientos. “Vino a buscarlos el
Caleuche”, dije sin darme cuenta en voz alta. Por suerte nadie me oyó. Emilio y
Gabi seguían conversando en la mesa y yo me uní a ellos.
Aquí terminaría
mi relato, pero hubo algo más. Mientras tomábamos un aperitivo, vi como Solcito
–la pequeña hija de Emilio- tomaba la bola y se ponía a escudriñar sus
reflejos. No importa –pensé- esto es como un test de Rorschach, cada uno ve ahí
lo que su mente proyecta. Probablemente ella verá a Pocahontas, o al sapo Pepe.
Además, ya casi no hay fuego… volví a concentrarme en la conversación –no hay
nada tan serio como el fútbol- cuando un grito de terror nos dejó helados a los
tres: Solcito se había tapado los ojos, y corría a refugiarse en su padre.
Lloraba sin explicar el motivo de su angustia; de reojo vi que la llama se
había reavivado. Subió la madre y por fin la niña se empezó a calmar. No puede
haber visto nada, me dije. Nada… una simple proyección de Rorschach… “Malo”,
dijo la niña. “Había un malo adentro de la bola”. La consolamos asegurándole que no era cierto.
Sólo una ilusión. Pronto recuperó la sonrisa y volvió a sus juegos. Los niños
se reponen con mucha rapidez.
Comimos el
asado, cantamos el cumpleaños feliz, y cuando ya nos estábamos despidiendo, no
pude evitar preguntarle a Solcito ¿cómo era el malo? Más me hubiese valido no
hacerlo. Se puso seria y respondió “Era muy feo. Le salía una mano de la
espalda”. Y remató convencida: “¡Malo, malo, malo!”
Desde
entonces, la bola duerme tapada con un trapo al fondo del placard.
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