¡Tierra a la vista!


   El sol estaba en el horizonte. Un plano de arena marrón superliso y pulido como parquet conservaba una película de agua finísima, mientras las primeras olas del mar brillaban retiradas, con una fosforescencia azul de noctilucas. Cielo nublado, muy oscuro. Me encontraba en la península Mitre, punto final de la Tierra del Fuego. Había querido llegar al verdadero final de la Argentina, para lo cual bordeé la costa atlántica con un caballo alquilado en la Estancia María Luisa. Debí esperar tres bajantes del mar vivaqueando en mi carpa, hasta llegar a la Estancia Policarpo. De ahí tuve mayores dificultades aún para llegar a la bahía Tethis, y tras atravesar extensos turbales di al fin con el cabo San Diego, extremo oriental de la península.
   Aquí estaba, solo, en el extremo sur de América. Mi intención era rodear el cabo para dar con la senda que lleva al río Moat, cruzando el vado del río Lucio López, hasta dar en la ruta provincial 30. Comencé a rodear el cabo a pie, llevando mi caballo de la brida, pues ya me dolían las caderas de tanto montar. No estoy habituado a estos trotes, evidentemente. Aún así, el caballo era útil para cargar la carpa y la bolsa de dormir, junto con mis provisiones. En mi avance divisé una vela arriada alrededor de un mástil, unos cien metros tierra adentro. Me acerqué y vi que pertenecía a un vehículo sui generis, una especie de velero con ruedas. Más aún me extrañó encontrar dentro de él a una persona, un barbudo de edad indefinida que por lo visto vivía ahí.
-¡Buenas tardes, paisano!
   Yo estaba contento de encontrar a alguien, y un poco receloso a la vez.
-Buenas –fue toda su respuesta.
   Me acerqué y le di la mano. No sabía quién era, pero convenía cultivar buenas relaciones con el único ser humano en leguas a la redonda. Lamenté no llevar un arma escondida, pues estaba a días de cualquier ayuda social, o legal, o como se llame la red de manos que nos sostiene e impide obrar a nuestro antojo.
-¿Está hace tiempo acá?
   El tipo se tomó su tiempo antes de contestar. No había ningún apuro.
-Diez años…
-A la mierda -no pude contener mi exclamación-. ¿Lo dice en serio?
-Sí.
   El tipo había caído ahí, víctima de un mapa.
-Pero cómo… ¿cómo vive acá?
-Hay mucho pescado, y moluscos.
-Claro.
   Miré alrededor, y efectivamente, había redes enrolladas, una cacerola sobre una parrilla y demás elementos de un pequeño campamento. Un poco más allá se veía un túmulo de piedras coronado por una cruz hecha con dos palos cruzados. ¿El tipo sería un asesino?
-¿Y esa tumba? –pregunté con resquemor.
-Ahí está enterrado mi perro.
-Ah…
   Respiré aliviado. El tipo no era un asesino. Miré con mayor detenimiento el vehículo donde vivía. Consistía en unas tablas bien ensambladas sobre un armazón metálico con pedales y  tres ruedas, una adelante y dos atrás. En el medio se erguía el mástil sosteniendo la vela. Esta tenía al parecer dos posiciones: subida al tope, serviría para impulsar el vehículo, embolsando el viento. A media asta, como estaba ahora, y unida ingeniosamente a un paño de lona, servía como carpa.
-Es muy original… parece un velero terrestre.
-Lo diseñé yo.
-Lo felicito.
-Con esto me vine desde Buenos Aires.
-¿De verdad?
-Sí. Tardé un año. Primero agarré la ruta 2, pero me detuvo la cana, y debí seguir por caminos alternativos. Al fin desemboqué en la costa, a la altura de San Clemente. Ahí empecé a viajar por la playa. Cuando había viento norte, agarraba una velocidad bárbara.
-Increíble…
-Soy la única persona en el mundo que conoce toda la costa argentina, palmo a palmo. Viajaba los días de viento norte, cuando soplaba del sur arriaba la vela y me quedaba paseando por ahí. Conocí todas las ciudades y pueblos costeros del sur.
-¿Y cómo se mantenía?
-Durmiendo en el velero, gastaba poco. Cero en nafta, cero en hotel. Unicamente compraba comida, había cobrado mi indemnización por despido en el laburo, con eso me alcanzó para un año entero.
-¡Toda una aventura!
-Al principio era casi un juego. Me las arreglaba bien, un poco de pizza y coca cola por ahí, y a volar sobre la playa. Después vinieron tramos más duros, como cuando circunvalé toda la península de Valdés.
-Eso no habrá sido fácil…
-Le aseguro que no. En Punta Delgada pasaba entre los elefantes marinos. ¡No sé cómo no me aplastaron!
-¿Y donde había acantilados, cómo hacía?
-Bueno, en esos lugares había que ir por adentro, llevando el trineo “a la sirga”, como hacía Villarino.
-Veo que ha leído a los grandes exploradores.
-Ellos me inspiraron. Iba a trabajar todos los días al ministerio y me decía ¿qué hago acá? Al final largué todo y me vine al desierto. ¡Libertad!
   Miré mi reloj. Eran las nueve. El sol permanecía en el horizonte, como si estuviésemos en el polo.
-Yo tengo unas conservas de carne estofada en la mochila. ¿Qué le parece si hacemos un fuego y las ponemos a calentar en su parrilla?
- Buena idea. Meta, como dicen los tucumanos.
   Pusimos manos a la obra. Mi anfitrión, cuyo nombre era Raimundo (“el que se fue a vivir al fin del mundo”, rimé para mis adentros) tenía abundante leña recogida de los bosques cercanos. Enseguida crepitó el fuego y pusimos las conservas a calentar. Saqué mi petaca de vino y le convidé. Para él, esa noche era una fiesta.
-Hace años que no tomaba vino –confesó después de echar unos tragos.
-¿Qué pasó cuando se quedó sin plata?
-Me acuerdo que estaba en Río Grande cuando gasté el último billete. Ahora debo regresar, me dije. Pero andaba al aire libre hacía un año, y ya no quería volver a vivir entre cuatro paredes. Decidí seguir libre, manteniéndome con la pesca. Y acá estoy.
-Una decisión valiente –reconocí, admirado.
   Cenamos carne en conserva, que con aquel clima frío sabía a delicia, regada con buen vino. Todavía sumé un regalo para esa noche ¡café! Raimundo se extasió de sólo oler el pequeño frasco de grano molido y puso alegremente el agua a calentar.
-¿Pasan barcos por acá?
-Cada cuarenta días pasa un barco de la Base Naval Ushuaia, trayendo el cambio de dotación para la Estación Naval Buen Suceso. A mí me saludan a veces haciendo sonar la sirena.
-¿Y sirenas no pasan?
-No… es una lástima.
-La soledad acá debe ser brava, sobre todo en invierno –me animé a decir, pues habíamos entrado en confianza.
-La soledad es preferible.
-¿Preferible a qué?                                   
-A ciertas compañías.
   Su tono de voz había cambiado de repente. Sonaba asustado.
-No entiendo ¿A quiénes se refiere?
   Raimundo se acercó a mí y bajó la voz instintivamente, aunque estábamos solos.
-Voy a contarle un secreto… yo hace unos años hice un viaje por mar.
-¿Por mar? ¿Adónde?
-Hacia el este… embarqué en bahía Tethis.
-¿Solo o con alguien más?
-Es una larga historia…
   Nos servimos café, y Raimundo empezó a desgranar recuerdos mientras mirábamos aquella puesta interminable de sol, sobre el mar oscuro nimbado de fosforescencias azules.

   “En aquel tiempo yo vivía en el refugio de la bahía Tethis, a algunos kilómetros de acá. Cada tanto recalaba algún barco, generalmente patrullas de la prefectura, pero también algún pesquero extranjero, cuya tripulación me observaba con largavistas como si yo fuese alguna especie de lobo marino con ropa. La prefectura no, ellos ya me conocen… y si no me encuentran en este tramo de costa se preguntan si aún estoy vivo. Bueno, cierto día arribó un velero, algo muy raro de ver por acá. Se acercó a la costa de noche y echó el ancla. A la mañana siguiente aún estaba ahí, y yo sentí curiosidad por saber quiénes eran esos deportistas que arriesgaban su vida navegando en estas aguas, siempre peligrosas. Avancé por el muelle hasta la embarcación, y vi con cierta extrañeza un grupo de gente mayor en cubierta, sentados al sol. Su actitud era completamente pasiva, y de lo menos deportiva que pueda imaginarse. ¿Un tour de PAMI por las aguas del sur?
  Todos me miraban con expresión vacía. Por una vez, mi presencia en esta tierra desolada no parecía causar asombro en nadie. Al rato apareció el tripulante, subiendo desde los camarotes. Tenía pinta de extranjero, noruego tal vez. Y no hablaba una papa de español. Pregunté por el capitán, “cáptain”, repetí, entonces el tipo se señaló a sí mismo y repitió “cáptain”. Él era el capitán, pues, y único tripulante, según supe luego. Mi inglés era malo, y el de él, peor. Los viejos, por su parte, no hablaban. No tenían pinta de noruegos, ni ahí. Parecían argentinos, o paraguayos tal vez. Uno era moreno, setentón, con temblores en las manos. Los demás… bueno, apenas los registré, había un par de señoras, pero su actitud era tan taciturna, que desistí de buscarles conversación. “Where are you going?” pregunté al noruego, o dinamarqués, o lo que fuese. El tipo no entendía. Tuve que hacer gestos con las manos para hacerle comprender que le preguntaba por su destino. Al fin respondió con un acento apenas comprensible “Falklands”. Ahí sí me quedé. El tipo iba a las Malvinas, con un pasaje de viejos inservibles. “¿Falklands?”, repetí, extrañado, y el noruego asintió. Yo siempre había querido ir a las Malvinas, la única región marítima de mi país que me faltaba conocer. Y este grupo de misántropos encajaba perfectamente conmigo, no me pareció que yo les molestase en lo más mínimo, por lo cual me animé a preguntar al noruego: “Can I go with you?”, señalando al mismo tiempo a mí y al barco. El noruego tardó un rato en entenderme, me hizo gesto de no haber lugar en los camarotes. Yo entonces hice lo que mejor sé hacer: desplegué la vela mayor de la embarcación delante de él, con movimientos seguros. El tipo comprendió que tenía en mí a un tripulante, y buena falta le hacía. Acto seguido me metí en el tambucho y me cubrí un una lona, fingiendo dormir. Cero pretensiones. Eso lo comprendió el noruego, y considerando que yo le podía ser útil, me hizo gesto de “estás adentro”. Sin poder creer en mi suerte, le pedí que me aguardase y corrí a buscar mi mochila al refugio. Dos minutos después estaba de regreso en el velero, soltando amarras. Así se decidió mi viaje al archipiélago.
   Navegamos con buen tiempo. El velero había esperado el cambio de viento en bahía Tethis, y ahora éste nos favorecía. Dos días y dos noches avanzamos hacia el este, pero al tercer día el cielo amaneció ominosamente negro, y una borrasca helada nos desvió hacia el norte, entre olas de más de diez metros. Todos empezamos a vomitar, excepto el noruego, cuyo nombre era Jens. Los viejos palidecían, y parecían a punto de morir. Quizá llegásemos para descargar sólo cadáveres al final de este tour inaudito. Pero yo soy bueno cazando y filando cabos, y Jens era un as. Juntos capeamos el temporal, y al atardecer del tercer día divisamos una costa brava, con acantilados de más de cien metros. Nuestro capitán juzgó imprudente acercarnos de noche a esas rocas, y arriando las velas, esperamos el amanecer para buscar algún puerto accesible. Rodeando esa costa escarpada encontramos un canal muy angosto, el cual corre hundido entre dos montañas altísimas, cubiertas por una selva de coihues. Yo había leído que las Malvinas carecen de árboles nativos, por el viento que las barre en forma incesante, y no podía creer que semejante exhuberancia pudiese nacer de unos árboles plantados por los kelper. ¿Estaríamos frente a las laderas del monte Longdon? Si era así, la famosa batalla contra las tropas británicas debió parecerse bastante a la guerra de Vietnam, con emboscadas a lo Rambo en la espesura valdiviana.
  Jens no estaba menos confundido que yo. Los viejos sacaban fotos, cumpliendo metódicamente su cometido de turistas zombies. ¿Los habría drogado? ¡Eso es! Jens no debía ser noruego, sino holandés. Les había vendido el tour a unos viejos inmigrantes, y luego los había drogado para mantenerlos conformes y sin quejas. Quizá les había prometido una noche de hotel en Puerto Stanley, pero aquí no había ninguna población. Continuamos zigzagueando por el canal, sin dar con un puerto natural aceptable. Atravesamos el canal entero y circunnavegamos las islas por el otro lado. Ni rastros de una población. Jens lucía preocupado y puso proa al oeste, pero la corriente nos llevaba hacia el sur. No queríamos perdernos en el pasaje Drake, donde moriríamos de frío. Por fin, al cuarto día de navegar al sudoeste divisamos una tierra salvadora, que se interponía en nuestra fatal deriva hacia el antártico: era la península Mitre!
  Yo desembarqué aquí, y Jens se dirigió costeando hacia el norte, para llevar a los viejos a su punto de partida. Hasta el día de hoy, no sé dónde estuvimos. Según mis cálculos, la isla queda a la altura de la provincia del Chubut, algunos cientos de kilómetros mar adentro. Pero no hay ninguna isla en esa latitud.
    A veces sueño con los viejos callados del velero, quienes me muestran sus fotos de la isla. En una de ellas, tomada con teleobjetivo, se ve un caracol cuya caparazón alcanza el tamaño de una pelota de fútbol. Otra muestra un zorro de patas muy largas, tal vez el zorro malvinense extinto, que aún sobrevive en esta isla sin nombre. ¿Me mostraron esas fotos los viejos o sólo soñé con ellas? Mis recuerdos de ese viaje se tornan confusos. Sólo sé que no quiero volver a ver aquellos viejos taciturnos, ni su velero maldito, ni su ansiada isla que no figura en los mapas. Tal vez ellos hipnotizaron a Jens con sus ojos fijos, y lo hicieron navegar hasta allá; no, no estaban drogados. Viejos del demonio… guárdense su tour demente. No me interesa descubrir lo que se esconde más allá del horizonte, entre el plano visual y la curvatura terrestre. No me interesan los errores del espacio tiempo. Ni las paradojas de Zenón. Déjenme vivir ilusionado con el orden del universo. Vuestra isla es a la geografía lo mismo que un tumor a vuestro intestino. Sí, ya sé, los tumores existen, los errores espaciales también. Pero yo prefiero mantener mi mente sana, y no los quiero ver.”

   Tal fue la historia que oí a mi compañero en ese largísimo atardecer de verano. Yo recordé la isla Pepys, avistada por el pirata británico Ambrose Cowley en 1683, vuelta a hallar por el comandante de la fragata Diana, James Barret, y luego por el piloto español José Antonio Puig en 1770, quien la rebautizó como “La Catalana”. Todos ellos la reportaron cerca de los 47º de latitud Sur, en la misma zona descripta por Raimundo.
    Pensé decirle que había hallado la isla Pepys, pero su rechazo a la anormalidad que ello implica era tan grande, que preferí no hacerle saber que otros habían encontrado la misma isla que él. Así nos quedamos en silencio los dos, observando la lenta puesta de sol. Consulté mi reloj: ya era medianoche. La última astilla de fuego terminó de hundirse bajo un horizonte sangriento que presagiaba el fin del mundo, o tal vez, su comienzo.



1 comentario:

  1. Tremenda historia. Gracias por hacerme viajar con tus palabras. Pasé un gran momento.

    ResponderEliminar