Acababa de llover.
Veníamos subiendo una calle con el pavimento rajado, apenas desembarcados de la
lancha. Al lado mío un hombre bajito y robusto, de unos ochenta años, mantenía
mi paso. Hay que decirlo, yo camino despacio. Pero llego lejos. Ahora me
encontraba en Chiloé, recopilando material para un video sobre sus iglesias de
madera, únicas en el mundo. Un video que por supuesto nadie vería, excepto yo y
algunos internautas ociosos.
-La iglesia está más arriba.
La voz del
viejo no sonaba agitada, estaba acostumbrado a la subida.
-Llevo vistas unas cuantas, desde Ancud hasta Castro.
-Ah, la iglesia de San Francisco es muy linda.
-Sí, es un neogótico.
-Claro.
Evidentemente, el hombre no tenía idea de estilos arquitectónicos. Me
guardé de expresar mi extrañeza ante los arcos de medio punto y las columnas de
madera; en lugar de eso, observé para mis adentros la soledad del lugar por
donde caminábamos. Apenas vimos una gallina en toda la subida. Coronamos la
cuesta, y seguimos junto a una larga hilera de árboles hasta encontrar la
iglesia. Su aspecto decrépito se debía más al abandono que a una gran
antigüedad, pues según me hizo saber mi acompañante, era de las últimas
iglesias construidas enteramente en madera de la isla. Don Arturo Reco, tal el
nombre de mi espontáneo cicerone, vivía un centenar de metros más allá, y
permaneció junto a mí mientras curioseaba el interior, pues para mi fortuna, a
esa hora estaba abierta. Mi cámara tenía flojo un contacto, y había dejando de
funcionar el día anterior. Don Arturo me puso en un aprieto al manifestar su
deseo de aparecer en mi video, sobre el cual yo le había contado. Para él, mi
visita constituía todo un acontecimiento, pues no abundan los turistas –ni
siquiera los forasteros- en tan desolado paraje. No tuve más remedio que fingir
estar filmándolo, mientras él presentaba su amada iglesia ante un público
ilusorio. Luego salimos afuera, donde había una magnífica vista del mar y las
islas distantes. Fui rodeando la iglesia, y cerca de la barranca donde
terminaba el predio vi un tronco enorme acostado con la figura de una mujer
tallada sobre él. A la luz sesgada del sol pude apreciar los pliegues de su
largo vestido simulados con gran arte, y el rostro hierático, sobre cuya frente
había una estrella de seis puntas, semejante a una gran flor. La talla no era
un trabajo de aficionado; tampoco era reciente. Líquenes cubrían casi por
entero la figura, cuyas profundas líneas aparecían muy gastadas. El interior
del tronco estaba hueco, podrido por la humedad y lleno de telarañas.
-¿Y esto, don Arturo?
El viejo se
acercó despacio hasta pararse a mi lado, con las manos sobre la cintura.
-Es la última que quedó, había trece.
-¿Trece figuras talladas?
-Sí señor. Todas como ésta, mujeres con una estrella
sobre la cabeza.
-Pero… ¿quién las hizo?
-Vaya uno a saber. Las trajo un camión maderero desde
el sur, cuando yo era chico. Venía de Cochrane, parece que había un bosque con
árboles tallados a orillas de ese lago. Los hacheros cortaron los troncos y los
llevaron al aserradero, pero el patrón cuando vio las tallas ordenó enviarlas a
Chiloé, donde podían servir para las iglesias de madera que se hacían entonces.
-Es cierto, podrían usarse como columnas.
-Eso pensaron los del aserradero, además tenían la
ventaja de venir ya labradas.
-¿Y qué pasó?
-Bueno… yo no sé. Desde entonces no se construyeron
más iglesias de madera, no hubo dónde usarlas. Además, al cura no le gustó la
idea de ponerlas en una iglesia, porque no se sabe si son imágenes religiosas.
Así fue como quedaron abandonadas a la intemperie, y la gente fue cortando los
troncos para hacer leña. Acá los inviernos son fríos, y hace falta fuego en el
hogar.
-Comprendo…
En realidad
no comprendía nada, apenas podía creer la barbarie de la gente.
-Este tronco lo hubiesen rebanado también hace años,
pero yo lo impedí, porque me gusta la imagen.
Mi respeto
por don Arturo creció al oír esto. ¡Gauchito había resultado el viejo! Cuanto
más miraba la mujer-estrella, menos probable me parecía que fuese la virgen
María o alguna santa. Lamenté no poderle sacar una foto, pero ya estaba al cabo
de mi viaje, y no pensaba hacer arreglar la cámara hasta volver a casa. El
viejo estaba hablando de nuevo, ahora me costaba seguirle el hilo. Tal vez era
un merecido castigo por no prestarle atención cuando estábamos dentro de la
iglesia.
-Había también una cacerola…
-¿Perdón?
-Una cacerola de cobre, toda cubierta de verdín y
abollada… estuvo en la sacristía muchos años, pero no sé qué se hizo.
Guardé
silencio, no captaba la pertinencia del comentario. Las siguientes frases de don
Arturo, no obstante, me espabilaron.
-Tenía unos papeles viejos adentro, escritos a mano.
-Disculpe, no le entiendo ¿papeles viejos adentro de
una cacerola?
-Sí. La encontraron en el bosque, junto a uno de los
troncos tallados.
-Ah…
Recién ahora
caía. Aparentemente, la cacerola mencionada por don Arturo perteneció a quienes
tallaron los troncos.
-¿Y dice que tenía papeles manuscritos adentro?
-Exacto. Estaba bien tapada, pero al poco tiempo de
abrirla los papeles se empezaron a deshacer…
-¿Alguien los alcanzó a leer? ¿Qué decían?
-El cura los leyó, y dijo que no tenían sentido.
Después, con el tiempo, me mandó copiarlos antes que se desintegren. En aquel
entonces yo era sacristán de la iglesia, por eso me encargó a mí la tarea.
-¿Y usted los copió?
-Sí, me dio mucho trabajo, porque la letra no se
entendía bien, y estaban llenos de errores de ortografía.
Comprendí
que estaba ante una potencial revelación; la pregunta siguiente debía dar lugar
a una respuesta decisiva. Apenas me atreví a formularla:
-¿Esa copia que usted hizo se conserva en algún lado?
Mentalmente crucé los dedos aguardando la
contestación, como un fiel supersticioso ante el oráculo.
-Claro, la tengo en mi casa.
Incrédulo y
feliz al mismo tiempo, señalé con el dedo en dirección opuesta a donde habíamos
venido.
-¿Acá cerca?
-Sí, acá nomás. ¿Quiere leerla?
-Por supuesto.
La mujer de
don Arturo apenas manifestó extrañeza al verme. Me ofreció té, el cual tuvo la
virtud de reanimarme tras haber chupado frío en el lanchón, durante la travesía
marina. Al rato reapareció mi huésped con un fajo delgado de hojas
mecanografiadas, ya amarillentas por los años.
-Lea tranquilo, yo me voy a cambiar.
La señora a
su vez se fue a la cocina, y yo me encontré solo leyendo un relato escrito no
se sabe por quién, en un remoto bosque del sur. Cuando reapareció don Arturo
–unos minutos después- ya había leído lo suficiente para saber que no debía
irme sin haber copiado el texto. No había posibilidad de fotocopiado, así que
le pedí una resma de hojas, y él me trajo una vieja libreta de contabilidad en
desuso, con muchas hojas en blanco. Miré mi reloj: faltaba una hora para la
partida de la lancha a Quellón. Saqué el bolígrafo, y comencé a copiar con sumo
cuidado, sin cambiar una letra o una coma. Tres cuartos de hora después devolví
las hojas mecanografiadas y tras despedirme apresuradamente de don Arturo y su
mujer, bajé corriendo al puerto. Embarqué en la lancha y ya sin apuro, abrí la
vieja libreta de contabilidad. Las pocas hojas leídas en casa de Arturo
narraban cosas tan increíbles, que empecé a leer de nuevo desde el principio.
El relato no tiene título, y al final falta la fecha. En algunos pasajes don
Arturo colocó puntos suspensivos, ya sea por estar ilegible el original, o por
haberse desintegrado la hoja del manuscrito copiado. Al copiar a mi vez el
texto mecanografiado a mano, tal vez he completado el destino circular de esta
crónica anónima, cuya datación y autor son inmensamente vagos. He aquí lo que
leí bajo la luz mortecina de la lancha, mientras navegaba por las frías aguas
nocturnas de la X Región:
“Nosotros
los descendientes de las treze estrellas, habiendo vivido por tres generaciones
en este lar, debemos marcharnos por la guerra aleve y continua que nos dan los
yndios [...] aoniquenq disparan flechas desde la espesura, han matado nuestros
mejores soldados [...] no vienen al rescate como antaño, ni hacen honor a sus
promesas de paz [...] reunidos en
consejo decidimos abandonar las siete poblaciones del Lago, y buscar un nuevo
destino sin llorar por el hogar perdido ni echar de menos nuestras posesiones,
que así lo quiere Dios. [...]
Tiempo atrás,
el capitán Alvar de Montenegro y su lugarteniente, Gutierre Díaz Santángel,
entraron a los nevados de la cordillera en busca de los españoles de Chile.
Pusieron rumbo al Norte, con provisiones para diez días. Atravesaron valles y
ríos que nadie vio antes, hasta avistar a lo lejos unas montañas altas como
tronos de Dios. Intentaron acercarse a ellas, pero el camino era escabroso, con
quebradas profundas y precipicios. Dieron con un desfiladero que rodeaba un
cerro abrupto, y entre tanto nada veían, porque andaban entre las nubes.
Siguieron a tientas, palpando el lomo de piedra hasta emerger de nuevo más
alto, bajo el cielo azul. Treparon hasta la cima, y entonces se hicieron
cruzes, porque no daban crédito a sus ojos: a sus pies se extendían por doquier
las nubes, y sobresaliendo de ellas un peñón altísimo de más de mil varas,
cerca de cuya cima había cuevas labradas como portales y ventanas. Por todo lo
alto se veían columnas y arcadas mimetizadas con los estratos naturales, como
si quisiesen pasar desapercibidas. Incluso algunas prominencias del peñón
remataban en torres redondas y cúpulas. Parecía la morada de los ángeles, muy
por encima de la alfombra de nubes que ocultaba el valle. Desde una grieta a
gran altura se despeñaba una catarata, lenta y majestuosa, hacia el bosque
invisible abajo.
Montenegro y
Santángel vieron un puente que cruzaba a una altura de vértigo sobre el
precipicio, entre el peñón de las cien puertas labradas y el cerro más bajo
donde ellos se encontraban. Encomendaron
su alma a Dios y cruzaron el largo y estrecho puente de piedra sin mirar hacia
abajo. Llegaron salvos al otro lado, donde un gran portal de piedra daba
entrada a un nivel inferior de esta ciudad de las alturas, semejante a un nido
de [águilas]. Los hombres avanzaron por salones sombríos vigilados desde los
ángulos elevados por grifos de bronce, de cuyas bocas pendían bolas de mármol
al extremo de cadenas. Quizá fuesen lámparas, aunque no tenían cavidad para
poner velas en ellas. Había trampas circulares en el suelo, que al levantarlas
daban a escaleras. Bajaron por una de ellas, y tras un descenso que pareció
interminable, fueron a dar en un recinto esférico, sobre cuyas paredes estaban
representados todos los continentes.
Gutierre
Díaz Santángel era el más versado en cosmografía, por haber estudiado las
cartas de marear de su abuelo. Y dize que este mapamundi esférico era muy extaño,
en parte porque veían el mundo al revés, desde el centro de la tierra y no
desde el cielo. Las paredes cóncavas parecían de cristal, sobre ellas había
contornos de costas y montañas dibuxados, pero debajo se notaban contornos
diferentes, como si hubiesen grabado muchas láminas transparentes y muy finas,
cada una con variaciones respecto de la otra. Debajo de todo yacía una
superficie de metal, también ella pintada con su propia versión ligeramente
distinta [a las otras], de modo que la geografía de un mismo país era una y
muchas a la vez, según desde donde uno mirase. La Patagonia, por ejemplo,
aparecía invadida por el mar en muchos lugares; algunas mesetas conocidas por
nosotros eran islas; pero si uno miraba desde otro ángulo, las tierras llanas emergían
y ocupaban el doble de su extensión actual, desplazando al océano.
También
estaban señaladas ciudades, pero solamente ocho en todo el mundo. Había una en
Egipto, otra en Anatolia; una muy principal debajo de una montaña en la Yndia;
otra en la selva del Brasil; la ciudad del zur [donde se encontraban] también
estaba dibujada como una alta torre; y había tres ciudades más cuya situación
no recuerdan, por encontrarse en países desconocidos para ellos. El mapamundi
no tenía letras o nombres discernibles, y lo mismo que la ciudad de las
alturas, no había manera de conocer quién lo hizo. [...] miedo de perderse en
un laberinto de galerías, el capitán Montenegro dispuso volver a subir por
donde habían bajado; ahora la luz era más abundante por los amplios ventanales
que ofrecían una visión portentosa a las montañas distantes, sobresaliendo
entre la alfombra de nubes perpetuamente extendida sobre el valle. [...] grifos
sobre las paredes, algunos con cabeza de cóndor, otros de monstruos con dientes
larguísimos o de murciélago. Ellos parecían ser los únicos habitantes de la
ciudad, junto con negras serpientes enrolladas en los capiteles. Los hombres
continuaron subiendo las escalinatas, y salieron por fin a las terrazas
superiores cubiertas de vegetación. El sol se estaba poniendo; los montes
nevados adquirían un color rosa muy tenue y frío, y la inquietud se apoderó de
sus almas en ese lugar vedado a los hombres. Había algo sobrenatural en la
ciudad, dijeron, que encogía los corazones. [...]
No vieron
trazas de cultivos, aunque la tierra podía sustentarlos, y no faltaba el agua,
según demostraba la [cercana] catarata. Quizá los hubo en otro tiempo, ya
lejano, cuando la ciudad estaba habitada. En esta parte había incluso cohiues,
y pájaros de todas clases. Sólo hallaron una construcción, situada en el centro
mismo de la terraza superior: era una torre redonda tallada en la roca viva,
rematada en cúpula y con una sola puerta abierta al oeste. Entraron [rodeando]
un quitaluz y la oscuridad los envolvió. [...] se vieron flotando entre las
estrellas, pues las paredes, el piso y el techo abovedado de obsidiana negra
brillaban con miríadas de puntos azules a imitación del cielo nocturno.
En el centro
había un pozo redondo, oscuro, tapado con una reja labrada. De él brotaban
vapores sulfurosos provenientes de las profundidades de la tierra, que
produzían visiones. Los hombres vieron como un fuego azul danzaba sobre el
pozo, pero no daba calor. Por momentos se dividía en muchas llamas pequeñas
semejantes a un corro de duendes, luego volvían a unirse en una sola hoguera
magnífica. El capitán Montenegro osó acercar su mano a ella, y no se quemó los
dedos. Extendió el brazo, y luego avanzó hasta quedar de pie sobre la reja, con
el cuerpo entero bañado por aquel fuego frío. Apenas permaneció un minuto así,
y luego Santángel tomó su lugar, bañándose también él en la llamarada. Dizen
sintieron calor a lo largo del espinazo, pero no sobre la piel. [...]
El sol ya se
había puesto, y los hombres dejaron la torre y se encaminaron al puente, para
atravesarlo mientras aún había luz. Cruzaron el abismo despacio, como gatos
caminando sobre una cornisa, y una vez del otro lado volvieron la mirada atrás
al peñón recortado contra el cielo rosado y violeta del crepúsculo. Parecía flotar
sobre las nubes, como una visión de ensueño. Allá a lo lejos, sobre los montes
nevados, un meteoro dejaba su estela de fuego. Montenegro y Santángel rezaron a
Dios, y emprendieron el regreso.
Cuando los
vimos de nuevo, estaban flacos como esqueletos, por la falta de comida durante
su larga marcha. Pero pocas semanas después se repuzieron, y entonces todos se
asombraron al ver desaparecer las canas de la barba del capitán, y lucir negra
como ala de cóndor. Santángel también sanó de una dolencia en los pulmones que
lo había aquejado durante años. Pensaron todos que el fuego frío los había
rejuvenecido y sanado. Por aquel tiempo, los yndios comenzaron a llegar en
oleadas invasoras a nuestro lar, empujados por las guerras en el Norte.
Determinamos entonces evacuar los siete pueblos del lago y mudar nuestra gente
a la ciudad de las alturas, para refugiarnos en su reducto inexpugnable, y
vivir allí por siempre. Emisarios serán enviados a los hombres de Q[...], para
que se nos reúnan y formemos un reino.
Dejamos esta
relación junto a la imagen de las treze estrellas, para ser leída por los
cristianos que lleguen a nuestro antiguo lar. Sepan que aquí hemos vivido
españoles sin casi mezcla con yndios, guardando la fe de nuestros mayores. En
el Año del Señor [...]”
Así concluye
el texto copiado en casa de don Arturo. Es justo señalar que nada lo apoya, o
casi nada. Yo no vi el manuscrito original, ni la cacerola donde se guardaba.
Puede perfectamente ser todo un invento del anciano, a quien no conocí lo suficiente
como para saber si es capaz de imaginar semejante historia. A mí no me lo
pareció. Pero si él no la inventó, estaríamos ante un auténtico documento
colonial, lo cual no significa que su contenido sea cierto. A fin de cuentas,
la literatura colonial está llena de encuentros con los Césares. Mitómanos no
faltaron en los siglos pretéritos, cuando aquéllos eran tan elusivos e
intrigantes como hoy son los ovni y sus tripulantes. La mayoría de ese material
carece de valor histórico, por provenir de un período tardío, cuando se había
borrado la memoria de las poblaciones españolas perdidas y el mito había
crecido a sus expensas.
Pero hay un
detalle en este manuscrito sin fecha que parece apoyar su procedencia cesárea,
y no meramente criolla. Es la mención a las “trece estrellas”. Pues los
documentos relativos a la armada del obispo de Plasencia cuya nao capitana
naufragó en el estrecho de Magallanes hacen referencia al desembarco en tierra
por parte del capitán Sebastián de Arguello, de “ciento cincuenta soldados,
cuarenta y ocho marineros, artilleros y grumetes, y trece mujeres casadas”. Puede ser una casualidad, pero estas trece
mujeres, de quienes nació la generación de los Césares patagónicos, bien pueden
haber sido veneradas por sus descendientes… y sus imágenes talladas en el
bosque, a orillas del lago donde habitaron.
De ahí a
aceptar todo cuanto el documento describe hay todavía un gran paso, y no seré
yo quien lo dé. Si los criollos inventaban encuentros con los Césares, éstos a
su vez pueden haber creado mitos geográficos sobre el país mal conocido donde
habían quedado aislados. Esta es mi conjetura al día de hoy: el manuscrito
procede de los Césares –al igual que la declaración firmada por Cobos y Oviedo
en 1563-, si bien su contenido no ofrece garantías de autenticidad. Más bien
parece una metáfora alquímica, donde los protagonistas se bañan en un aura
etérica (el “fuego frío”), experimentando la reanimación de los chakras a lo
largo de la médula espinal, por la subida de la serpiente Kundalini. Los grifos
y serpientes de bronce que pueblan las paredes y los techos de la ciudad tienen
asimismo un simbolismo asociado a la alquimia, cuya búsqueda secreta era
obtener la inmortalidad. Justamente se dice que los Césares eran inmortales…
aunque ignoro cómo esta metáfora pudo influir sobre su leyenda.
Quiero poner punto final aquí. Como en los tribunales, la cuestión se reabrirá sólo si el futuro aporta nuevos elementos que lo justifiquen.
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