Estaba
anocheciendo. Disminuí la velocidad y estacioné el auto en la banquina.
Recuperé la campera del asiento de atrás y comprobé que estuviese el celular en
el bolsillo. Al salir del coche sentí el viento en la cara, como una invitación
a la aventura. En el horizonte se erguía mi objetivo: un cerro simétrico
similar a una pirámide truncada. En Caleta Olivia había oído referencias a esta
elevación, que los lugareños llaman “la tumba de Patoruzú”. Me habían dicho que
era un volcán extinguido, pero a la primer mirada descarté tal hipótesis. Es
una simple barda, como tantas en la Patagonia, aunque muy perfecta. La cima es
una inmensa roca plana, similar al teocalli de las pirámides mayas.
Me dirigí a
buen paso hacia ella, atravesando un alambrado. Apenas tenía tiempo de
alcanzarla antes que se hiciera de noche. Pero al otro día tenía una actividad
programada en Puerto Deseado, así que esa era mi única oportunidad de explorar
la tumba mentada del cacique, cuyas aventuras leía de chico. Para quienes no lo
sepan, Patoruzú es un personaje de historieta, creado en la década del 20 por
Dante Quinterno. Dueño de inmensas estancias en la Patagonia, cuando iba a
Buenos Aires paraba en el hotel de un francés, junto con su padrino calavera y
un hermano de corta edad, pero enorme, llamado Upa. Nunca entendí porqué los
personajes de comic tienen familias tan inverosímiles. La historieta se publicó
por décadas, y caló hondo en el imaginario argentino.
Ahora yo iba a ver la tumba inexistente de un personaje imaginario, y aún así,
apuraba el paso para no perdérmela. Al fin y al cabo, Patoruzú vale más para mí
que cualquier cacique tehuelche. A la media hora de andar llegué al pie del
cerro, cuya altura es de 116 metros. Por la cara este no se podía subir, ni por
la norte o la sur, pues la inmensa losa de piedra que lo corona termina en
paredes verticales. Por suerte, la cara oeste permite acceder a la cima sin
dificultad. Tropezando con las piedras en la oscuridad, avanzando a tientas
llegué a la cima, y pude vislumbrar el mar allá a lo lejos, brillando bajo una
luna rojo oscuro acostada en el horizonte. La cinta de la ruta 3 era visible
con sus autos fugitivos proyectando un haz de luz por delante. Desde aquí podía
oír rolar los grandes neumáticos de los camiones como un trueno distante,
desligado de ellos. Mi
atención pronto se concentró en la pequeña meseta donde me encontraba. En el
borde sur distinguí un túmulo de piedras planas coronado por un monolito en
forma de una rústica letra P. La inicial de Patoruzú, evidentemente. No se
conformaron con bautizar el cerro en su honor, también erigieron la tumba del
cacique. Bien. Palpé el monolito en la oscuridad, pero la selfie resultaba
lamentable en tales condiciones de luz, y renuncié a ella. Simplemente me quedé
viendo las estrellas y la gran luna amarilla que subía sobre el mar. Al desviar
la vista hacia el centro de la meseta percibí una fosforescencia en el suelo,
muy tenue y fría. ¿Qué será? Di unos pasos cautelosos, pues en la soledad todo
parece amenazante. Cuando llegué junto a la fosforescencia quedé boquiabierto:
¡estaba viendo una silueta humana! Perfecta, como esas que traza la policía en
una escena del crimen. ¿Qué hacía en medio del desierto? De puro perplejo me
sentía asustado, y miré a mi alrededor por si alguien me vigilaba. Pero no,
estaba solo. Volví a examinar la figura, un poco más sereno. Parecía trazada
con polvo de azufre u otro mineral similar, ligeramente fosforescente. También
debía haberse agregado a la mezcla resina vegetal, que la hacía adherirse a la
superficie pétrea de la cima. A diferencia de las siluetas dibujadas a tiza por
la policía, ésta parecía espolvoreada alrededor de un cuerpo acostado en el
suelo, como se hacía patente por el polvo esparcido entre los dedos abiertos.
Me hacía recordar a la Cueva de las Manos, no lejos de aquí, donde se
introducía la mezcla en la boca y se la escupía sobre la roca con la mano
puesta sobre ella para obtener su negativo. El único problema para aceptar esta
técnica era el tamaño de la figura. Me tendí sobre la silueta,
acomodando mis pies sobre los de ella, y las manos sobre las suyas. La silueta
excedía cada uno de mis dedos por una falange entera. Marqué el lugar donde
llegaba mi nuca con una piedra y me incorporé. A la luz del celular vi que la
piedra ocupaba el lugar del ombligo de la silueta. Concluí que el hombre sobre
la cual se trazó debía medir 2,70 metros.
¿Demasiado? Ahí estaban los viejos
testimonios de navegantes sobre gigantes patagones. Tal vez no exageraban,
después de todo. Pero ¿porqué trazar una silueta aquí? Los indios no solían
hacer eso. Quienes erigieron el monolito en forma de P querían que se viese
desde abajo. Difícilmente hicieran algo invisible para todos de día, cuando el polvo lumínico no se diferenciaba de su entorno. Incluso
ahora, de noche, hacía falta muy buena vista para distinguir la silueta. Las
fotos que saqué con mi celular ni siquiera la registraban. Entonces ¿Quién? ¿Para qué? Una idea cruzó
como rayo por mi mente: se trataba de un entierro en efigie. El polvo que marca
la silueta tal vez eran las cenizas de un cacique, mezcladas con un mineral
fosforescente y resina vegetal como fijador. El hombre sobre cuyo cuerpo
acostado se espolvorearon las cenizas debía tener la misma estatura del
difunto. Así, las cenizas conservarían eternamente la silueta del cuerpo vivo.
Figura y restos del indio, todo en uno.
Esta solución también explica el nombre del cerro. Quien lo bautizó vio de
noche la silueta anónima, sin volumen ni espesor, como un dibujo en el suelo.
¿Qué mejor que atribuirla a un personaje de historieta? Para el caso, el
indio Patoruzú, símbolo de la Patagonia…
Emprendí el regreso al auto, a tientas por el desierto. Atrás quedaba la tumba
grandiosa del antepasado aónikenk, de cara al cielo…
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