Los desaparecidos del Ofqui



   Hace tiempo venía recabando información sobre la península de Taitao y sus islas vecinas, en el sur de Chile. Es un territorio completamente deshabitado, aún hoy, a excepción de un faro y algunos puertos naturales usados por pescadores para cobijar sus embarcaciones de manera ocasional. Casi siempre lluvioso, su cielo plomizo otorga al paisaje una luz irreal, como de Apocalipsis. Y en este ámbito inhóspito, separado del continente por los hielos que forman una barrera impenetrable hacia el Este, el año 1741 naufragó la fragata inglesa Wager, dando origen a una de las tantas epopeyas marítimas de los tiempos coloniales. Los náufragos fueron socorridos por canoeros chonos, cuando estaban a punto de morir de inanición. En estas circunstancias, según cuenta el guardiamarina John Byron, los indios “regresaron a los dos días trayendo consigo tres ovejas (…) Es difícil darse cuenta de cómo se procuraron estos animales en una parte del mundo tan distante de toda colonia española.”
   Este testimonio me dejó pensativo, y deseoso de saber más sobre la procedencia del misterioso ganado, pues la única población española próxima a la isla Wager es una que se supone nunca existió, a saber, la Ciudad de los Césares. Decidí buscar ayuda del otro lado de la cordillera, y aquí vino en mi auxilio Internet. Tiempo atrás había contactado con el escritor y editor Sergio Fritz Roa, especialista en la brujería chilota y el mito cesáreo. Le dirigí un mensaje privado de Facebook, preguntándole sobre las regiones de mi interés, cuya historia y tradiciones él conocía mejor que yo. Me contestó con amabilidad y erudición, haciendo una breve reseña de la gesta más importante llevada a cabo en ese escenario natural, a saber, los trabajos de apertura del istmo de Ofqui, de los cuales yo nada sabía. Al parecer, los trabajos se habían suspendido repentinamente en 1943, sin que se supiese la causa. Se rumoreaba que había ocurrido una tragedia, sobre la cual pesaba un manto de silencio desde hacía décadas.
   Sergio posee un verdadero archivo periodístico acerca de este tópico, que puso a mi disposición. Yo le agradecí por la información, aunque correspondía a un período posterior a mi búsqueda. Algunos datos adicionales ofrecidos por mi corresponsal en nuevos mensajes, sin embargo, despertaron mi curiosidad. Por ejemplo, un editorial publicado por el diario El Mercurio el 8 de marzo de 1945: “Los ingenieros ingleses y norteamericanos que han resuelto problemas algo más difíciles que la apertura de un modestísimo canal, perecerían de risa si supieran que las autoridades chilenas se han detenido ante dificultades que no son tales, asustadas como niños con fantasmas creados por la imaginación.”
  Sergio sospechaba que la última frase aludía a un temor supersticioso de los encargados de monitorear la obra. Es sabido que cuando la mala suerte persigue un proyecto, algunos empiezan a pensar que es “yeta”. Y la apertura del istmo de Ofqui parece entrar dentro de esa categoría, a juzgar por los múltiples problemas que se presentaron a los ingenieros. El último de los cuales –el naufragio de la embarcación que traía una pala especial fabricada en Alemania- provocó el parate definitivo de los trabajos. “Mala suerte hubo, y quizá algo más –me escribía- pues hubo rumores increíbles, aunque la mayoría de los obreros, después, no quería hablar sobre su experiencia en el Ofqui.”
    Los misterios son como una semilla plantada en el espíritu, permanecen latentes hasta el momento de germinar. Esta semilla en particular esperó un estímulo externo, a saber, una suma de dinero inesperada, que me permitió planear un itinerario largo por la Patagonia austral, siempre onerosa.
    En febrero comencé los preparativos para mi viaje. Envié un mensaje a Sergio anunciándole que iba al sur de Chile, y al punto me envió un nombre y una dirección en Osorno. “¿Quién es?” pregunté. “Un viejo que trabajó en la apertura del Ofqui, no sé si vive todavía. Tengo su dirección hace años, pero nunca me decidí a hacer los mil kilómetros que separan Santiago de Osorno, para encontrarme tal vez con la noticia de que ya murió. Si tú vas a Puerto Montt te queda a un paso.” “Gracias amigo”. “No hay de qué. Si te cuenta algo interesante, no dejes de referírmelo.” “Serás el primero en enterarte.”
   Y así fue que tomé un vuelo de Latam con escala en Santiago y Puerto Montt. Desde esta última ciudad viajé a Osorno, y la visión de su volcán nevado me transportó a otro tiempo y otra geografía. Osorno es una de las más antiguas ciudades de Chile, aunque no conserva arquitectura colonial. Su catedral, sin embargo, impresiona por su torre central ojival, una mezcla de gótico y neo brutalismo. Adentro vi una talla de Jesús completamente quemada, traída de no sé qué monasterio cercano. La dirección que me había pasado Sergio era lejos de la plaza principal, pero preferí caminar para no perderme con los transportes locales. Serían las cinco de la tarde cuando golpeé a la puerta de una casa humilde, cuyo timbre al parecer no funcionaba. Pasaron varios minutos sin novedad. Repetí el llamado, y cuando empezaba a creer que no había nadie, se abrió la puerta. A la primer mirada supe que había acertado al venir, pues enfrente mío tenía a un anciano enclenque, de más de noventa años: Segundo Galvarino.

   Mi móvil estaba sobre la mesa, puesto en modo grabador.
-Bueno, don Segundo, cuénteme un poco. ¿Cuándo llegó al Ofqui?
-Déjeme ver… fue allá por el año 42. Yo tenía entonces veinte, y el Departamento de Ferrocarriles buscaba gente para abrir el canal. Me alisté junto con otros y nos llevaron en un barco de carga hasta Laguna San Rafael, navegando entre los fiordos.
-¿Cuántos obreros había?
-Eramos unos ciento cincuenta. Vivíamos en una barraca de chapa, a la noche el frío se hacía sentir. A mí me salieron sabañones a la semana nomás de llegar.
-Me imagino que las condiciones de vida serían duras…
-Duras, sí. Los ingenieros tenían su propia casa, hecha de madera. Ellos no pasaban frío, qué va. Pero nosotros para dormir nos poníamos el poncho encima.
-¿Y el trabajo, cómo iba?
-Despacio… Al principio adelantamos bastante, pero los kilómetros finales eran greda pura, el suelo no tenía consistencia. Paleábamos la tierra, y se volvía a desmoronar sobre la zanja. Ahí se empezó a hablar de traer una pala de Alemania… si hubiese llegado, hoy usted navegaría por el canal del Ofqui.


-Entiendo que muchos chilenos se sienten frustrados porque no se terminó esa obra.
-Sí. Pero muchos también no querían que se termine entonces, decían que para qué.
-Hubiese facilitado la navegación por los canales, en vez de salir a mar abierto.
-Claro. Fíjese, los que hablan, nunca navegaron el Golfo de Penas en un barco chico. Ahí los quiero ver… es un mar muy bravo, se han hundido muchos en esa zona.
-Así que la obra se abandonó porque no llegó la pala mecánica de Alemania.
-No, no fue por eso.
-Usted dijo recién…
-No fue por eso -me interrumpió don Segundo-. La obra se abandonó porque desapareció el tren.
-¿Cuál tren?
-El tren que llevaba la carga de los alemanes.
-¿Entonces la pala sí llegó al Ofqui?
-La pala nunca llegó, se hundió en el mar.
- No entiendo.
    Don Segundo y yo nos miramos por un momento. En la mirada del anciano brilló una luz divertida: mi cuestionario había descarrilado.
-A ver… usted entonces me está hablando de otra carga.
-Así es.
-Explíquese por favor.
-Es una larga historia… ¿seguro quiere oírla?
-Seguro, no tengo apuro.
   Don Segundo se puso de pie trabajosamente, apoyándose en su bastón.
-Mi hija no está en casa, por eso no le ofrecí nada para tomar.
-No se preocupe por mí.
-¿Quiere un café?
-Si me permite, lo ayudo a prepararlo.
   Fuimos a la cocina, donde puse agua a calentar en una pava y preparé dos tazas bajo las indicaciones de mi anfitrión. Cuando el agua estuvo caliente llevé todo a la sala y nos sentamos de nuevo en los sillones. Por unos instantes hubo silencio, mientras ambos bebíamos la infusión. Por fin don Segundo habló:
-Cierto día… ya hacía seis meses que yo estaba en el campamento del Ofqui. Como digo, cierto día Gómez Centurión, un muchacho que entró a trabajar junto conmigo apareció con una novedad por el campamento: ¡en la playa sur del istmo había aparecido un submarino! El lo vio asomarse como una línea negra sobre el agua, y al rato salieron unos hombres uniformados a la cubierta, desde donde desplegaron botes inflables con los cuales llegaron hasta la playa. Sin saber quiénes eran, los ingenieros a cargo de la obra salieron a recibirlos. Después supimos que eran oficiales alemanes, y también venían con ellos científicos y escaladores. Se alojaron en el hotel recién construido, al lado del istmo. Fueron sus primeros ocupantes. 
-¿Se refiere al Hotel Laguna San Rafael?
-El mismo. Ese hotel era un lujo, lo fueron construyendo al mismo tiempo que nosotros trabajábamos, para recibir a los turistas que navegasen el canal.
-Sí, estuve leyendo la historia de ese hotel… ¡pero en ningún lado se dice que haya alojado un contingente nazi!
-Bueno, esa gente estuvo parando ahí una buena temporada.
-¿Usted los vio?
-Sí, por supuesto.
-No puedo creer lo que estoy oyendo…¿Y qué hacían ahí? No me diga que vinieron de paseo en el submarino.
-Según ellos, era una expedición deportiva. Querían escalar el monte San Valentín.
-¿En serio dijeron eso?
-Sí. Y tenían arneses, sogas, todo. Eran escaladores experimentados. Los vieron partir con rumbo a los hielos continentales, y por muchos días no supimos nada de ellos. En el hotel quedaron unos pocos, cuidando el equipo. Y también emborrachándose y enamorando a las mucamas.
-Claro, a las mujeres les impresionan los uniformes.
-Fíjese, nosotros estábamos desamparados en esa soledad, trabajando como condenados, y estos gringos venían a robarse las pocas mujeres que había. Todos esperábamos que se fueran pronto, aunque el submarino había desaparecido. Decían que estaba fondeado en Puerto Barroso, cerca del cabo Raper.


-Es claro, el submarino no podía navegar en la laguna San Rafael, ni fondear ahí, porque está llena de témpanos.
-Y ésa fue la madre del cordero… pero me estoy adelantando. Estábamos en que los alemanes habían entrado a los hielos continentales, y pasaron diez días, pasaron quince, y no volvían. Algunos pensábamos que se los tragó la cordillera, pero un buen día aparecieron de nuevo, muy flacos y exhaustos, pero en la mirada del comandante había una chispa de triunfo. Era un rubio alto que hablaba poco, y sólo para dar órdenes a los demás. Nunca pude entender bien su nombre, Bonaulinger, o Bonaelinger.
-Tal vez von Ahuelinger.
-Algo así. El caso es que yo estaba por casualidad cerca del hotel, era mi día franco y había ido a pescar a la laguna con Centurión. Vimos llegar el contingente detrás del ventisquero, eran doce, venían bajando despacito, arrastrando un trineo. Nos acercamos para dar una mano, porque se ve que venían fundidos. Los últimos mil metros trajimos el trineo entre Centurión y yo. Cuando llegamos al hotel, el comandante en persona descubrió la carga y la llevó adentro, junto con otro oficial. Yo estaba al lado y pude ver bien los objetos que trajeron, nunca vi nada parecido…
-Descríbalos, por favor.
-El primero era una gran pieza de mármol rojo, con forma de hexágono. En el medio tenía grabada una víbora, y todo alrededor, muchos signos que parecían letras, aunque no pude reconocer ninguna. Debía medir fácil un metro.
-A la miércoles…
-El segundo era un tosco globo, me pareció de cuarzo, con tres estrellas en línea grabadas en relieve. El comandante apenas podía abrazarlo, y era pesadísimo. Parecía un chico con su juguete favorito, no dejó tocarlo a nadie.
-Pero… no pudieron haber hallado esas cosas en los hielos continentales.
-Vaya a saber dónde las encontraron…
-¿Trajeron algo más?
-No, solo eso. Pero los tipos no se estaban quietos. A los pocos días, cuando hubieron descansado, corrió la voz que salían de nuevo para los hielos. Ahora decían querer subir el cerro Arenales, pero nadie les creyó. No sé dónde iban, cada uno tenía su teoría sobre eso. Y la verdad, a la noche, en el campamento, nadie hablaba de otra cosa. Que si habían encontrado una cueva de Alí Babá en los Andes, o un tesoro pirata… bueno, al menos nos manteníamos entretenidos, en vez de pensar en las dificultades del trabajo diario, cada vez mayores.
   Don Segundo guardó silencio unos instantes, no estaba acostumbrado a hablar tanto. Sus recuerdos del Ofqui eran vívidos, tal vez por haberlos referido a su familia más de una vez. A sus 94 años, era el último testigo de unos acontecimientos ignorados por el mundo.
-Por aquel tiempo –prosiguió- un gran deslizamiento de tierra paró la excavación. El ingeniero Zanghellini -nosotros le decíamos don Angel- supervisó personalmente la limpieza del alud, pero entonces surgió otro problema: en el fondo del canal aparecieron afloramientos rocosos, de manera que para progresar debíamos triturar la roca. Era un trabajo de tortuga, créame.
La punta norte del canal ya estaba abierta, pero para el lado sur faltaba mucho por hacer todavía.
-Al menos no tenían el problema de la malaria, yo leí que en la obra del canal de Panamá murieron miles por las fiebres.
-Acá lo más bravo era el frío, a uno que era de Rancagua le dio pulmonía, y lo mandaron en barco al norte. Pero veníamos bien, dentro de todo, hasta que pasó la desgracia del tren.
-Cuénteme cómo fue eso.
-No sé si alguien tuvo la culpa… pero esta vez, la fatalidad cayó con una fuerza tremenda, como si Dios mismo se hubiese enojado. Allá por mayo del 43 regresaron los alemanes desde los hielos, nosotros medio nos habíamos olvidado de ellos. Traían seis trineos cargados, dos hombres y varios perros tiraban de cada uno. Los dejaron afuera del hotel, y cualquiera podía ir a ver lo que habían traído: tres columnas de mármol blanco, y grandes cortes de un techo cónico del mismo color con letras desconocidas talladas.
-Un templo…
-Me figuro que sí. La pieza de mármol rojo y el globo de cuarzo debían pertenecer a ese mismo templo, que ahora habían desmantelado para llevárselo entero a Alemania.
-Los alemanes solían hacer esas cosas. Y los ingleses y franceses también. Todavía en Londres tienen las metopas del Partenón. Y en París y en Berlín hay templos egipcios enteros.
-Claro. El tal Bonaulinger vino a hablar con don Angel, le ofreció un montón de plata para alquilar el tren que usábamos para retirar el material de la excavación. Era uno de trocha angosta, tirado por una locomotora Koppel, con seis vagones. Don Angel aceptó el trato, y dispuso que nosotros ayudásemos a traer la carga desde el Hotel. Todavía me acuerdo el trajín de esos últimos días, los alemanes yendo y viniendo con sus equipos, y la carga viajando en balsa desde el hotel hasta la punta norte del istmo, donde nosotros la recibimos y la subimos a los vagones. El comandante supervisaba la estiba, la revisó tres veces para asegurarse de que nada faltaba.
-No iba a ser un viaje largo…
-La vía apenas recorría unos diez o doce de kilómetros, porque el canal no estaba terminado. Pero era un ahorro de esfuerzo importante, porque el Ofqui es pura selva. Desde el final de la excavación, la carga se llevaría en los trineos hasta la punta sur del istmo, donde la esperaría el submarino.
-Esa no es una embarcación ideal para llevar carga, la torreta es bastante estrecha.
-Los alemanes ya lo habrían pensado, y yo creo que cortaron el techo del templo con la medida justa para que pudiesen meter las partes por ahí. A todo esto, el comandante de ellos estaba nervioso, esperando mensaje del submarino. Allá afuera, en el golfo de Penas, había tormenta, y la radio no funcionaba. La partida del tren se retrasó un día entero. Por fin se abrió la comunicación: el submarino esperaba junto a la playa del istmo.
-Vamos llegando al punto…
-Sí, ahora viene lo feo. A media tarde Bonaulinger saludó a don Angel y se sentó junto al maquinista, mientras los demás gringos se acomodaban en los vagones, sobre la carga. El tren arrancó, haciendo pitar la sirena… ya no veríamos más a esa gente. Volvimos a nuestras tareas, extrañando al grupo que había partido, aunque no eran amigos nuestros. La vida en el Ofqui iba a ser más aburrida sin ellos. Pronto llegó la noche, y mientras volvíamos a la barraca observamos un resplandor azul hacia el sur. De pronto se levantó un viento helado que barrió las nubes del cielo, haciendo aparecer las estrellas. El resplandor se mantenía en el horizonte, y nos preguntamos cómo era posible que hubiese tantos relámpagos sin una sola nube. Entonces se empezó a oír un sonido como de trompetas graves o metales retorcidos, todos miramos al cielo pero no vimos nada. Esos sonidos duraron un buen rato, nadie sabía la causa. La verdad, estábamos asustados.
-¿Cuánto tiempo se oyeron los ruidos?
-Quince minutos… Cuando pararon, todos sentimos alivio. Parecía producirlos algo superior al hombre.
-¿Qué pasó después?
-Todos se fueron a dormir, pero don Angel estaba preocupado, porque el maquinista no volvía. Capaz se quedó la locomotora, le dije, mañana vamos a buscarlo. Al otro día, como no aparecía, salimos una partida a caballo. Llegamos hasta el final de la vía… no había nada. La locomotora con los seis vagones había desaparecido.
-No podía haber descarrilado…
-No. La vía estaba encajonada entre dos terraplenes altos. El tren sólo podía ir para adelante o para atrás. Don Angel dijo “se lo habrán llevado los alemanes”, y avanzamos por la espesura hacia el sur, hasta el final del istmo. Ahí encontramos el submarino todavía esperando al grupo de Bonaulinger y su carga… ahí todos nos dimos cuenta de que no iban a aparecer. Los días siguientes hicimos batidas por todo el istmo, sin ningún resultado. Se los tragó la tierra.
-O el cielo…
-Ahora que lo dice, esos ruidos… puede ser.
-¿Cómo se lo tomó la gente del campamento?
-Don Angel quedó muy afectado, ya no fue el mismo después de lo ocurrido. Sin el tren no se podía retirar el material, y además, muchos obreros se mandaron mudar, porque temían desaparecer ellos también. En un santiamén la barraca quedó despoblada, y nadie tuvo ánimo para seguir con la obra. Yo me volví a Osorno, acá encontré trabajo en la construcción. Con los años me casé y formé una familia.
-Don Segundo, muchas gracias por su tiempo y su amabilidad.
-No tiene por qué. Me alegro que alguien escriba esta historia. Yo ya estoy viejo, y no me la quiero llevar a la tumba.

    La última frase de don Segundo era una obligación para mí. Debía escribir su historia del Ofqui, y así lo hice, apenas corrigiendo el estilo de sus expresiones, que por cierto, eran muy precisas. Envío una copia a Sergio y añado el relato sin más comentarios a mi saga patagónica.



2 comentarios:

  1. Me encantaron tus relatos, Demetrio. Todos. Muy bien escritos y con un excelente manejo del suspenso.
    Éste fue quizás el que me más me atrapó porque conjuga dos temas que me apasionan: Patagonia y nazismo esotérico. Es más, he escrito un par de cuentos sobre el tema. A uno de ellos lo estoy corrigiendo y supongo que en algún momento lo subiré a la web.
    El istmo de Ofqui y su historia siempre me atrajeron. Lamentablemente nunca tuve oportunidad de visitar la laguna San Rafael pero sí fui víctima de la no terminación de la apertura del istmo. Trabajando como fotógrafo para la desaparecida revista Aire y Sol navegué desde Puerto Montt hasta Puerto Natales y el Golfo de Penas me trató pésimo. Siempre me jacté de ser de estómago duro, pero aquí perdí el invicto y por goleada.
    En el relato “¡Tierra a la vista!” se me vino a la mente la isla Friendship. ¿Tenés alguna posición tomada respecto a su existencia?
    Abrazo patagónico.

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    1. Recién leo tu comentario, ARmando, estoy en la costa sin acceso a mi cuenta de Google, mi Celu acá no capta internet, estoy usando el de mi mujer. Una excursión que quiero hacer es a laguna San Rafael, y también ver y fotografiar el dique basaltico al sur de los Antiguos. Y también tengo pendiente Cueva de las manos, más adelante se puede planear un itinerario por ahí. En cuanto a posiciones tomadas, cada vez tengo menos, y más posiciones abandonadas, como el ISIS...


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