Anillo de fuego


 “La Asociación de Amigos de la Astronomía lo invita a viajar a Puerto Aysén para ver el eclipse anular de sol el 26 de febrero de 2017”. Tal el anuncio que estaba leyendo en la cartelera del Observatorio de Parque Centenario. De pronto me di vuelta, porque alguien me había tocado el hombro.
-¡Luis! ¿Qué hacés acá?   
 Mi nombre no es Luis, por cierto. Creí que se equivocaban de persona, pero algo en mí reconoció al hombre de barba entrecana que me miraba con una gran sonrisa.
-Vos sos… -mi memoria no encontraba el nombre.
-Kostas.
-¡Theodosíou!
-El mismo. ¿Qué hacés, Luis? ¿Ahora te gusta la astronomía?  
 De nuevo el apodo. Muchos años atrás, -cuando era adolescente- en la colectividad helénica peloponense me habían apodado “Luis XV”, vaya a saber porqué. El apodo circulaba a espaldas mío, por eso yo no me reconocía en él. Y porque había pasado cuarenta años sin oírlo.
-Siempre me gustó, aunque no frecuento el Observatorio. ¿Vos qué hacés acá?
-Soy miembro de la Asociación. Nos reunimos una vez a la semana para ver las estrellas y pasarnos las novedades astronómicas.
-No te hacía tan científico…
-Yo soy profesor de matemáticas, no astrónomo. Pero acá tengo un grupo de amigos.
-Qué buena onda…   

 Kostas señaló el cartel que yo había estado leyendo.
-El mes que viene nos vamos al sur de Chile para observar un eclipse anular. ¿No querés venir?   
La propuesta me sorprendió. Cuando algo no está en mis planes, me lleva un tiempo incorporarlo a la baraja del futuro.
-Conozco el sur de Chile… -dije para ganar tiempo- ahí llueve casi siempre. No es buen lugar para observar un eclipse.
-Ya lo sabemos. Pero estadísticamente, febrero es el mes con más días de sol.
-Convendría observarlo del lado argentino, el cielo es más despejado.

-Sí, pero en la ruta del eclipse no hay ningún poblado que valga la pena. El único es Bahía Bustamante, y ahí no hay nada. Por eso elegimos Puerto Aysén.
-Una vez me tocaron unos días de sol en Valdivia… pero en Coyhaique –cerca de donde van ustedes- el cielo era tan oscuro que a las dos de la tarde se podía filmar una película de terror.
-Hay que ser optimistas…
-Muy optimistas.
-No nos pinches el globo. Estamos muy ilusionados…
-¿Cuánta gente va?
-Hay siete confirmados. Tres varones y cuatro mujeres…
-Vos querés que yo sea el octavo, para emparejar.
-Los malos pensamientos corren por tu cuenta.  
 Quedamos por unos momentos en silencio. De pronto Kostas disparó una pregunta personal.
-¿Sos casado?
-Sí. ¿Y vos?
-También.
-Pero a tu mujer no la llevás…
-Nooo…  
 Una sonrisa pícara iluminó su rostro. Una complicidad antigua me estaba buscando, y por primera vez, consideré la posibilidad de incorporarme al viaje.
-Bueno, no sé… en una de esas me prendo.
-¡Grande, Luis!   
 Kostas me palmeó la espalda. ¿En qué me estaba metiendo?   

 25 de febrero. Aeroparque Jorge Newbery. Un grupo de siete personas estaba reunido frente a los mostradores de Latam. Me acerqué despacio arrastrando mi pequeña valija, y sin quitarme los anteojos espejados. Kostas me presentó a todos.
-Gente, este es Luis, mi amigo de la infancia.  
 Por lo visto, Luis sería mi nombre por el resto del viaje. Mejor así. Y eso que no pensaba engañar a mi mujer. Pero después de treinta años juntos, la simple posibilidad de un coqueteo basta para teñir los días de aventura. Eché una mirada al elemento femenino: no estaban mal, de veras. Dos de ellas eran demasiado jóvenes para mí. La tercera era más o menos de mi edad, iba con una blusa con el hashtag impreso ♯ni una menos. No me gustó ella ni su hashtag. Y ahí se terminaba todo. No eran cuatro mujeres, sino tres, y ahora, conmigo, cinco varones. Aunque no buscaba romance, no dejé de sentirme desilusionado. Simplemente, hubiese querido formar parte de una constelación atractiva por unos días… 
  Ya estaba despachando mi valija en el mostrador, cuando sentí un confuso movimiento detrás mío. Alguien más había llegado corriendo, para no perder el embarque. Ese alguien saludaba ahora a todos los de nuestro grupo y se abrazaba con las mujeres dando muestras de felicidad. Terminé de despachar mi valija y fui presentado.
-Luis, ella es Valeria.
-Hola.
-Encantada.  
  Ahora sí, el viaje pintaba interesante. O al menos nuestro grupo, visto de afuera, parecía interesante… Valeria es una belleza en sus cuarenta y pico, rubia y esbelta como una modelo fitness. De hecho, debe ser asidua al gimnasio. ¡Y astrónoma! ¿Cómo es posible?   
Durante el vuelo de avión a Santiago se sentó entre Kostas y yo. Me pareció que coqueteaba con los dos, aunque tal vez fuese su manera de ser. A una mujer sensual no se la puede culpar por serlo. Por mi parte, no tenía apuro por llegar a ningún lado, me bastaba estar sentado junto a una mujer hermosa para sentirme a gusto. De Santiago a Puerto Montt, de Puerto Montt a Coyhaique, el grupo fue entrando en confianza. Esa noche, cuando llegamos a Puerto Aysén, ya éramos todos amigos. Contribuyó a levantar nuestro ánimo el que la noche fuera estrellada. Había buenas posibilidades de observar el eclipse, si el cielo se mantenía despejado.
   En el jardín del hotel pasamos un buen rato comparando nuestras cámaras: la mía es una Sony de 20,1 megapixels, ideal para retratar paisajes. Pero mis amigos astrónomos se lucían con verdaderas joyas ópticas, concebidas para sacar fotos de larga exposición a las estrellas. Lucio –quien se define a sí mismo como “fotógrafo del cielo”- tiene una Canon digital con un teleobjetivo tan largo, que parece un telescopio. A todo esto, nadie había traído uno de estos aparatos proverbiales para la observación del cielo, y la razón era sencilla: un eclipse no se puede ver a ojo desnudo, y menos aún amplificado por un telescopio, so pena de sufrir un daño permanente en la vista. El nuestro iba a ser un safari estrictamente fotográfico. Con que comprobado el funcionamiento de nuestras cámaras, nos despedimos deseándonos las buenas noches.
    Ya en mi habitación, antes de acostarme miré las fotos de prueba que le había hecho a Valeria, una con flash, y otra sin flash: en la primera salió hermosa; en la segunda, su silueta oscura era insinuante, y aún más atractiva.  


  26 de febrero. No más despertarme, corrí a la ventana: el cielo estaba nublado. ¡Maldición! ¿Y qué otra cosa podía esperarse del sur de Chile? Después de ducharme bajé a desayunar, y encontré al grupo de capa caída. Kostas se adelantó a cualquier comentario de mi parte.
-Ya sé, no me digas nada. Me lo advertiste.
-Pero estoy acá también. Por eso del optimismo inveterado…   
 Fernando miró la hora: eran las ocho y media. En una hora comenzaría el eclipse, pero nada veríamos si el cielo seguía igual.
-Hay que rezarle a San Expedito… ¡que se abran las nubes!
-Prometo encenderle un cirio de un metro si disipa las nubes. ¿Qué les parece? ¿Hacemos la promesa?
-Dale, estoy con vos –dijo Valeria.
-Yo también –dijo Dana.
-Yo también –dijo Lucio.  
 Todos los demás asintieron.
-Prometido, entonces. Si las nubes se abren, de regreso a Buenos Aires compramos entre todos el cirio más grande que haya, y se lo prendemos a San Expedito.  
 Terminado el desayuno, fuimos en busca de nuestras cámaras fotográficas y abandonamos el hotel rumbo a la costanera sobre el río Aysén, donde encontramos un lugar ideal para instalar trípodes y cámaras. Nadie nos molestaba, de hecho, la población es muy reducida, y no hay forma de que se produzca una congestión. Los astrónomos chilenos habían organizado su observación en la plaza, de modo que éramos los únicos aquí.   
 Las 9:35. Hora de inicio del eclipse. Teníamos todo listo, con nuestras cámaras apuntando donde debía estar el sol, gracias a los cálculos competentes de mis compañeros, mucho mejor preparados que yo. Pero el astro rey no hacía acto de presencia. “Tan poderoso es el sol, pero una pequeña nube basta para taparlo”. Las 9:45. Las 10:00. Nada. Empecé a rezar a San Expedito. De verdad. Y no era el único. Bien dicen que la desesperación lo hace religioso a uno. Ya parecíamos un grupo de meditación, o unos evangélicos exaltados, en vez de un grupo de astrónomos aficionados. Las 10:15. Las 10: 20. Nada. Sólo nubes. Las 10:30. El eclipse había empezado hacía casi una hora, y ahora debía estar en su punto máximo, pero nosotros nada veíamos, salvo nubes grises… de pronto Kostas gritó:
-¡Ahí está el sol!
--¿Dónde?

-Ahí…   
 Me estaba señalando con el dedo un anillo de fuego con el interior oscuro, pálido detrás de las nubes… todos nos apresuramos a sacar fotos, aunque por momentos desaparecía. Miré mi reloj: las 10:35. Máximo del eclipse para Puerto Aysén.
-San Expedito… abre las nubes. ¡Ya! 
  El velo gris se hizo más fino, y el anillo de fuego acentuó su fulgor. Tanto, que debimos dejar de mirarlo a ojo desnudo. Las nubes se desgarraron, literalmente, evaporadas por el ojo de fuego, cuyo resplandor era intolerable. Todos lanzamos aullidos de júbilo, saltábamos abrazándonos sin saber qué hacer primero, si calzarnos los anteojos oscuros o disparar nuestras cámaras de fotos. Por cinco minutos, nuestra actividad fue febril. Lucio y Miguel filmaban con una cámara fija, y con la otra sacaban fotos. Dana, Leticia y Nuria (la del hashtag en la blusa) dejaron sus cámaras en el suelo y se pusieron al bailar. Yo levanté sobre mi cara una radiografía que había traído como filtro. Valeria se me arrimó y juntos contemplamos el anillo de luz abrazados. Confieso que me acaloré un poco, pero no por culpa del sol… en apenas unos momentos, el cielo se había despejado por completo: ahora era una diáfana copa azul.  
  Valeria y yo nos separamos, un poco confundidos, cada cual rumbo a su cámara.  Yo había traído un filtro oscuro, conciente del poder de saturación de los rayos ultravioletas sobre la lente. Eché una ojeada al display: el eclipse se veía nítido, gracias a los consejos de mis compañeros había encontrado el filtro justo. Estuvimos sacando fotos una hora más, hasta que el círculo oscuro de la luna terminó de atravesar el sol. Justo al mediodía, finalizó el eclipse. Lucio y Miguel revisaban sus archivos de imágenes, con aire satisfecho. Fernando y Kostas guardaban sus instrumentos y sonreían relajados.
-Te dije que lo lograríamos.
-Y yo te creí. Ahora hay que ponerse con el cirio para San Expedito.
-Es cierto. Se lo debemos. 
  Guardamos las cámaras en sus fundas y plegamos los trípodes, rumbeando despacio hacia el hotel. San Expedito había cumplido con creces, y sólo nos quedaba agradecer lo concedido. Subimos a nuestras habitaciones con las mejores capturas en las retinas digitales: umbra máxima, la fase perfecta del eclipse. 

                     


 A la una bajé al comedor, luego de una ducha caliente y un cambio de ropa. Kostas estaba hablando con el hotelero, un señor mayor de orígenes vascos, de apellido Urtizberea.
-Escuchá ésta, Luis, no te la pierdas –saludó Kostas mientras con un gesto me invitaba a sentarme frente a él.
-Le contaba a su amigo que acá hubo una espada con un eclipse grabado en la hoja –explicó el vasco.
-¿Una espada? ¿Quién la tenía?
-Nadie. Estaba clavada en la cima de un cerro.
-Ah… ¿Y tenía un eclipse grabado?
-Sí. Y muchas letras al costado, pero no sé qué decían.
-Pero… ¿quién la puso ahí?
-No se sabe. Era una espada vieja, de acero templado. A veces, al atardecer despedía destellos rojos, que se veían de lejos.
-Wow…
   Detrás mío se habían ido congregando los compañeros, todos escuchaban con atención la historia del hotelero.
-¿Y qué pasó con la espada? –preguntó Valeria.
-Sigue ahí, creo, pero ya nadie la ve. Tal vez la cubrió la vegetación.
-Qué lástima…

-Acá contaban una historia cuando yo era chico, no sé si será cierta. Dicen que dos hermanos de Puerto Aysén se propusieron tener esa espada. El mayor escaló el cerro, pero cuando estaba por llegar a la cima, ya casi tocando el acero, resbaló y se despeñó por el precipicio. Nunca encontraron el cuerpo. El menor entonces prometió traer la espada, aunque le costase la vida. Escaló con cuerdas, porque el cerro ese es muy abrupto, y donde su hermano resbaló, él hizo pie y coronó la cima. La espada brillaba, clavada de punta en el hielo. El muchacho tomó la empuñadura con ambas manos, e intentó desclavarla, pero le resultó imposible. Rompió el hielo alrededor, pero debajo apareció la roca. La hoja de acero estaba profundamente incrustada en ella. El joven no tenía herramientas para romper la roca durísima. Golpeó la espada una y otra vez para desestabilizarla, pero no se movió un ápice. Hizo palanca entonces hacia un costado para quebrarla… y comprobó que el material era inflexible. Quedó desmoralizado mirando aquella hoja perfecta e incorruptible, historiada de letras desconocidas.
   Entonces se le ocurrió una idea. Metió la mano en su alforja y extrajo su diario de viaje, del cual arrancó dos hojas de papel. Llevaba también un lápiz, pues en aquella época no había bolígrafos. Apoyó el papel sobre la hoja de acero y lo sombreó con el lápiz, obteniendo así un negativo de la inscripción y la silueta del eclipse grabado en ella. Repitió el procedimiento con otro papel del lado opuesto de la hoja de acero, obteniendo el negativo de una segunda inscripción y una nueva silueta de eclipse. “Te arranqué tu secreto, espada maldita”, dijo en voz alta, y rezó por el alma de su hermano. Luego volvió al pueblo, pero ya no se quedó a vivir en el Aysén. Salió a correr mundo y nadie más supo de él.

-¿Cómo se llamaban los hermanos? –pregunté.
-Creo que… les decían los Baigorria.
-¿Y el lugar donde estaba la espada, sabe cuál es?
-Claro, dicen que estaba clavada en la cima del “Queque inglés”.
-¿Dónde es eso?
-En la reserva rio Simpson, yendo para Coyhaique.  
 Kostas y yo nos miramos, leyéndonos el pensamiento.
-¿Será posible para nosotros ubicar ese cerro? –fue él quien preguntó.

-Claro, es fácil. Tomen la ruta 240 hacia el este, hacen unos veinte o treinta kilómetros. El río Simpson corre pegado a la ruta. En su margen van a ver un cerro de paredes verticales, como una roca gigante. Es el “Queque inglés”.
-Gracias por el dato, don Urtizberea. Vamos a ver si nos damos una vuelta por ahí.
-Yo sabía que a ustedes les iba a interesar esa espada, por lo del eclipse grabado... 

   Después de comer nos fuimos a alquilar dos autos. Entre tantos resultaba muy barato, apenas veinte dólares cada uno. Yo manejaba uno de los coches –un Suran- y Kostas el otro. Cruzamos el río Aysén atravesando el puente presidente Ibáñez, y tomamos la ruta 240. A los quince minutos de andar apareció junto a nosotros el río Simpson, el cual discurre entre montañas y bosques. Cuál de todas estas elevaciones será el “Queque inglés”, iba pensando, y ya me imaginaba pasándonos de largo sin poder ubicarla. Pero tras varios minutos y kilómetros de incertidumbre, todas nuestras dudas se disiparon: un Pan de Azúcar transplantado desde la Bahía de Guanabara apareció frente a nosotros, y supimos que ése era nuestro objetivo.
   Aparcamos los coches frente al río y salimos de disfrutar del paisaje. Ahora entendía la historia –o leyenda, no sabía cuál de las dos- del escalador muerto: el “Queque inglés” se eleva sobre paredes perfectamente verticales en casi todo su perímetro, y es verdaderamente arduo de trepar. Porqué a los cerros más abruptos les ponen nombres de comidas, no lo sé: “Pan de Azúcar”, “Budín inglés”… mientras yo me libraba a mis habituales soliloquios y ensoñaciones, mis amigos se habían puesto a trabajar. Lucio tomaba la posición con el GPS, y Miguel confirmaba las coordenadas. Tras comprobar sus resultados, soltaron la noticia bomba:

-¡El “Queque inglés” se encuentra justo sobre la línea de máxima umbra de nuestro eclipse anular!
-Y eso qué… -repuse-. Un eclipse se ve en un área muy grande, que puede abarcar medio continente.
-Sí, Luis. Pero el área de umbra máxima, donde podés verlo como un anillo, es muy reducida: una franja alargada de apenas cincuenta kilómetros de ancho. Y el Queque inglés está justo en el centro de esa franja.
-O sea que… ¡la espada con el eclipse grabado está en el punto de fuga desde donde podía verse el anillo perfecto… en el día de hoy!
-Me cuesta creer en una casualidad. Es como si hubiesen dibujado una perspectiva del eclipse para nuestra época, señalando con la espada el punto desde el cual se podía ver mejor.
-Esperá un poco, Lucio. Los eclipses se repiten cada dieciocho años y once días, con ocho horas de diferencia. No hay porqué pensar que apuntaron a este eclipse en especial. Cincuenta y cuatro años después, verás el mismo eclipse, a la misma hora.
-A la misma hora, pero no en el mismo lugar –intervino Valeria-. El ciclo de saros es periódico, como bien decís, pero los puntos donde se produce la umbra máxima sobre la superficie terrestre se van desplazando.
-Ajá… ¿y cuánto demora en repetirse la umbra máxima de un eclipse en el mismo lugar?
-En promedio, aproximadamente unos cuatrocientos años.
-O sea que esa espada se puso ahí hacia 1617, para señalar un eclipse gemelo al que vimos hoy.
-Habría que verificar la fecha usando un programa informático –intervino Dana.
   Todos estábamos sacándonos chispas, el prodigio de la espada había galvanizado al grupo entero.
-Yo en mi compu tengo el Stellarium -acotó Miguel-, cuando vuelva a Buenos Aires voy a cargarle estas coordenadas y pedirle que calcule cuándo fue el último eclipse anular aquí.
-El mejor software es el Starry Night 7 –se lució Fernando-. Calcula con un margen de error inferior al 0,001%.

   Aquí estábamos, hechos unos verdaderos astrónomos. ¿O pensaron que vinimos de ligue? Lucio observaba la cima del Queque inglés a través del teleobjetivo de su cámara, buscando algún brillo que denunciase la presencia de la espada. Nuria había traído unos prismáticos, pero al seguir su línea de observación descubrí que estaba enfocando un cóndor. Al rato subimos a los coches y seguimos por la 240, alcanzando nuevas perspectivas del Queque inglés. Por dondequiera se lo mirase, era una escalada difícil.
   Atardecía cuando regresamos a Puerto Aysén. Devolvimos los coches alquilados y nos fuimos de copas a la cafetería de la plaza.  Las horas pasaron ligeras, entre charlas y risas. Kostas se acercó a Valeria e inició un avance no desprovisto de posibilidades de éxito. En la oscuridad creciente, se los veía muy acaramelados… Bien por mi amigo, me dije. Al fin y al cabo, él había organizado el viaje. 


  A la mañana siguiente teníamos una excursión programada al Parque Nacional Aikén sur. Mientras desayunábamos se acercó el señor Urtizberea a conversar.
-¿Y cómo les fue ayer? ¿Encontraron el cerro?
-Sí, lo encontramos. Es impresionante…
-Ya decía yo que lo iban a reconocer fácil.
-Estuvimos mirando por teleobjetivo a ver si descubríamos la espada, pero no la vimos.
-Anoche estuve haciendo memoria… y me acordé quién tenía los papeles de Baigorria.
  Tardé unos segundos en asimilar la importancia del comentario.
-¿Se refiere a los papeles donde calcó las inscripciones de la espada?
-Esos. Los tenía el cuñado de Bety…
   Decididamente, este hotelero era una mina de oro. No sabía quién era la tal Bety, pero no tardé en enterarme.
-Ella trabaja en la panadería frente a la plaza. Le voy a hablar para que le pregunte al cuñado si los tiene todavía.
    En ese momento tocó la bocina el transfer. Salí del hotel a las apuradas, pues era el último desayunando. Los demás me esperaban en sus asientos, impacientes.

-Vamos, Luis, dejate de remolonear. 
  Me senté en el fondo y partimos. La lluvia nos acompañó fiel durante toda la jornada.   

  19 horas. De regreso de Aikén, con el recuerdo de sus plantas gigantes ya disolviéndose en mi memoria. Me habían dejado un recado en la recepción: “Vaya a ver a Francisco Roldán de mi parte. Calle Dr. Steffens y Prat, casa amarilla. Urtizberea”. No había tiempo que perder. Pregunté cómo llegar y salí de nuevo, sin subir a mi cuarto. Quince minutos después tocaba a la puerta de una casa de madera con techo de chapa, pintada de amarillo. Me abrió una mujer de cara regordeta, todavía joven. Me presenté invocando el nombre del hotelero, y me hizo pasar a un interior humilde y mal alumbrado, donde un hombre moreno de aspecto desprolijo miraba la televisión. Por suerte todavía no era la hora de la cena.
-Buenas tardes. Mi nombre es Luis… Luis Quindecim. Vengo de parte del señor Urtizberea. 

  Le tendí la mano, y él la estrechó.
-Tome asiento… ¿qué lo trae por acá?
-Yo soy astrónomo, vine acá a ver un eclipse. Y ayer oí la historia de una espada que tenía un eclipse grabado, sobre el cerro Queque inglés. Es una historia muy interesante. Urtizberea me dijo que alguien había copiado el grabado de la espada en un papel, y que usted lo tenía. 
  Silencio incómodo. Roldán no abría la boca.
-¿Sería tan amable de mostrármelo? –me jugué.
  Nuevo silencio, esta vez más denso. Por fin el tipo cedió.
-…Sí, no hay problema.
   Por la forma en que lo dijo, hubiese jurado que sí lo había. Pero no encontró una manera elegante de negarse. Se levantó del sillón y rebuscó en un rincón entre unos libros. De entre las páginas de un manual de quinto grado sacó dos hojas arrugadas y las puso apiladas delante mío, sobre la mesa ratona. El sombreado a lápiz cubría la primera casi por completo, excepto donde la hoja de acero calcada presentaba bajorrelieve. Quedé en silencio, contemplando  una secuencia de dibujos donde dos círculos se iban superponiendo, hasta encajar uno en el otro, dejando un fino anillo visible entre ambos: evidentemente, las fases de un eclipse anular. Siguiendo la misma línea de los dibujos, había una elegante inscripción en letras desconocidas. No se parecían a nada que yo hubiese visto antes, excepto, tal vez, a los signos presentes en un tótem de piedra al otro extremo de la Patagonia.
   Pasé esa hoja y descubrí la siguiente, también sombreada a lápiz. La secuencia de dibujos iba ahora en sentido inverso, desde los círculos superpuestos a los círculos yuxtapuestos: evidentemente, la fase final del eclipse anular. Apenas eché una ojeada a esa parte del grabado, porque sólo tenía ojos para la inscripción que seguía al lado: ¡estaba en español antiguo! Casi con reverencia leí la frase: “Hasta el próximo Reyno”. La caligrafía era exquisita, y similar a la primera edición del Quijote. Levanté la vista y miré a Roldán.
-¿Puedo sacarles una foto?
-No, lo siento –respondió moviendo negativamente la cabeza.
-Podría ser un documento importante…
-Yo le dejé ver los papeles porque lo mandó Urtizberea, pero no se pase de la raya. 
   Roldán volvía ahora por sus derechos, luego de haber cedido a mi primera demanda. Ya me había parecido que su “sí” había sido un “ni”.
-Okey, no hay problema –dije mientras volvía a fijar la vista en los papeles, registrando cada detalle en mi memoria-. Ha sido usted muy amable.
  Nos dimos la mano y sin más, partí. De camino al hotel iba aquilatando lo que había visto. La espada era bilingüe, ergo era producto de una civilización mestiza, india y española. Eso declaraba precisamente la leyenda de los Césares. Y según la historia, al capitán Francisco César le habían hablado de una rica civilización india en el sur; pocos años después, dos naufragios habían resultado en dos grupos de españoles aislados, uno en la pampa, el otro en los andes australes. El mito sugería que ellos terminaron entrando en contacto y mezclándose con esos indios incógnitos, cuyas refinadas reliquias aparecen aquí y allá a lo largo de la Patagonia. 
  Había llegado al hotel, donde el grupo estaba reunido para la cena. Yo le  había comentado a Kostas dónde iba, y ahora todos estaban en ascuas.
-¿Y? ¿Te mostró los papeles?
-Así es –hice una pausa teatral, pues ocho pares de ojos me miraban-. La espada tiene grabadas las fases de un eclipse anular, como el que vimos ayer.
-No te puedo creer…
-¿En serio?
-Guau…
-Entonces, debe ser nomás de 1617, o por ahí cerca.
-Y no sólo eso. De un lado tiene una inscripción en letras desconocidas, y del otro, una frase en español.
-¿Qué dice? 
   Vuelta a callarme para prolongar la intriga. Bien dijo Edgar Poe que el demonio de la perversión nos impulsa a torturar a nuestros interlocutores con circunloquios, cuando los sabemos pendientes de nuestras palabras.
-¡Dale, Luis! ¡Desembuchá!
-Adivinen…
-Como no hables ya, te meto una piña.
-Y yo también.
-Te linchamos…
-Paren, paren. No tanta agresividad. Recuerden lo que dijo Buda…
 Una servilleta voló en mi dirección. Luego unos escarbadientes. Luego un tomate… mi vida corría peligro, de modo que decidí poner fin al misterio.
-Okey, okey. Ya entendí. La inscripción sobre la espada dice: “Hasta el próximo Reyno”.
   Todos quedaron mudos; por algunos segundos se mantuvo un silencio maravillado, hasta que Dana habló.
-El próximo reino… ¿cuándo? ¿dónde?

-Siguiendo la lógica de los símbolos grabados, el “próximo Reyno” debía empezar con el próximo eclipse anular, en el lugar donde clavaron la espada.
-El de ayer fue el primer eclipse anular perfecto en esta zona, después del de circa 1617.
-Así es. Ya tenemos el dónde y el cuándo, pero no sabemos a cuál reino se refiere.
-Pequeño detalle…

-Tal vez alguien debe encontrar y desenterrar la espada, entonces empezará el “Reyno”.
-Esa es buena. Me gustó.
   Kostas se puso de pie, pidiendo silencio con un gesto.
-Brindo por la espada –propuso, levantando su copa.
-Y por el reino del eclipse que viene –completé, chocando mi copa con él.
   Todos los demás se sumaron al brindis. El viaje científico de los Amigos de la Astronomía había sido un éxito. 

   A la mañana siguiente estábamos en un vuelo de Latam con escalas en Puerto Montt y Santiago, rumbo a Buenos Aires. Valeria se sentó entre Kostas y yo, y se mantuvo equidistante de ambos. Como si fuese un péndulo, luego de haber coqueteado con los dos, recobró el equilibrio. Por mí, estaba todo bien. Su presencia había contribuido a otorgar magia al viaje, y yo no pedía más. Kostas también pareció tomárselo con filosofía. Ya en el Aeroparque, nos despedimos con un abrazo fuerte, y cada cual rumbeó para su casa.
   La página de Facebook de la AAA aún está esperando que Luis se sume a ella.





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