En los alrededores de San Antonio existen pozos de agua dulce excavados por no se sabe quién. Figuran en los mapas de Villarino –primer explorador de la zona- y José Custodio de Sáa y Faría, cartógrafo del virrey Vértiz. Corre la voz de que al fondo de ellos se oyen campanas, lejanas y quedas. Supe esto por dos fuentes distintas y sin relación entre sí.([1]) Suficiente para dar crédito al misterio, y decidirme a investigarlo.
Llegué a San
Antonio un viernes por la tarde, y al otro día comencé mi exploración. Conocía
la localización de tres pozos gracias a un contacto de internet llamado Marc
Pesaresi, residente en la zona. El primero se encuentra en una casa abandonada,
donde llegué a media mañana. Los vecinos me señalaron una peluquería cuya dueña
tenía la llave de la casa. Por ser sábado no podía dejar de atender a sus
clientes, y quedamos para el día siguiente. Después de almorzar me dirigí al
segundo pozo, ubicado en el predio perteneciente a un club. Tras explicar mi
propósito a un empleado, pude acceder hasta él. A decir verdad, casi no se ve,
apenas lo señala un poste en medio de un baldío. Me aseguraron que ahí estuvo
el pozo, pero no tenía forma de salir de dudas, y me fui bastante decepcionado.
La
investigación pintaba poco prometedora, pero aún me quedaba un objetivo ese
día, y no me dejé doblegar por el desánimo. A última hora de la tarde llegué al
tercer pozo, situado en un paraje agreste. Este tiene un brocal casi intacto de
unos treinta centímetros, donde me pareció distinguir un sapo tallado, aunque
puede ser efecto de la erosión. A diferencia del anterior, no está cegado, y
pueden verse sus paredes lisas cavadas en la roca hasta el nivel del agua, a
unos dos metros de profundidad. Asomé la cabeza y estuve escuchando un rato,
pero no oí nada, aparte el viento silbando como una flauta. Traté de imaginar a
los tehuelches en este oasis, sin duda había material indígena por ahí, pero había
muy poca luz para ponerse a buscar. Volví a San Antonio de noche.
Tenía la
dirección de Juan Carlos Piazza, notable coleccionista de puntas de flecha,
cuya colección había visto años atrás. Me presenté en su casa sin previo aviso,
movido por el desparpajo del forastero, que no teme ser inoportuno. Quería
conocer la opinión de un experto en temas indígenas sobre los pozos, pues su
atribución a los tehuelches presenta algunos problemas. Me recordó al instante,
pese al tiempo transcurrido; los buscadores de reliquias somos una especie de
secta, nos reconocemos sin necesidad de contraseñas. Fui invitado a pasar y
convidado con un café; al rato estábamos enfrascados en una charla apasionante
sobre los misterios arqueológicos del sur. Me mostró las últimas piezas
añadidas a su colección: un cuchillo de obsidiana negra, magnífico; pequeñas
puntas de flecha aserradas para cazar pájaros, o bien, juguetes infantiles; una
bola de granito rojo perfectamente pulida, y luego… una incongruencia: tres
maravedís de oro. Tomé uno en la mano, incrédulo.
-¿Qué es esto, Juan Carlos? No me diga que anduvieron
por acá los conquistadores…
-A decir verdad, sí anduvieron. Magallanes en San
Julián, Simón de Alcazaba en Chubut…
-Eso es mucho más al sur.
-Es cierto. Pero estas piezas se encontraron en San
Antonio, justo donde usted estuvo hoy.
-¿Se refiere al pozo de…?
-Sí.
Quedé
callado unos momentos. En mi visita anterior, mi anfitrión me había dado la
impresión de un hombre apegado a la ortodoxia arqueológica, incluso excesivamente
cauto. Por eso sus palabras me sorprendían doblemente.
-A ver si le entiendo ¿las monedas aparecieron
adentro del pozo?
-Algunas sí, otras no.
-Pero cómo… ¿había más?
-Bastantes más, sí. A mí me trajeron estas tres.
-Usted me está hablando de un tesoro, entonces.
¿Quién lo desenterró?
-Nadie. Las monedas cayeron del cielo, o al menos eso
me dijeron.
-Eso le dijeron… ¿quiénes?
En ese
momento sonó el timbre, pero Piazza estaba poniendo de nuevo en su lugar las
piezas, por lo cual me pidió que fuese yo a atender. Me levanté y abrí la
puerta… del otro lado dos pares de ojos me miraron con asombro. Yo a mi vez
quedé mudo, pues aquellos ojos eran de un azul intenso, como pocas veces he
visto. Comprendí enseguida que se trataba de dos hermanas, a cual más bella.
-Buscamos a Laura.
-Eh… enseguida te averiguo, yo no soy de la casa.
Detrás de mí
apareció otra joven, quien saludó efusivamente a las recién llegadas. Todas
iban vestidas como para una fiesta gótica, con largos vestidos negros
entallados y amplias mangas. La que me había hablado llevaba además una
caperuza, bajo la cual refulgían sus ojos como zafiros. Sus labios estaban
pintados de negro, a juego con sus cabellos; pero ni esta extravagancia
conseguía afearla. Subieron las escaleras hacia los dormitorios de la planta
superior, y yo volví junto a Piazza. Casi olvidé el asunto de nuestra
conversación, fascinado por la aparición inesperada de aquellas mujeres.
-Parece que las muchachas van a un baile –comenté a
mi anfitrión.
-No, qué va. Se visten así para la reunión de los
templarios.
-No sabía. ¿Hay templarios acá?
-Por supuesto. Desde que surgió toda la historia esa
del Fuerte abandonado…
-Ah, por ahí viene la cosa…
-Sí, el Fuerte templario.
-Yo no creo en eso.
-Yo tampoco. Pero mi hija y sus amigas sí. Dicen que
esta zona era un reducto del Temple. Y se visten de templarias para practicar
ceremonias en ciertas fechas del año.
Así que
pasan estas cosas en San Antonio, me dije, mientras en Buenos Aires la gente se
aburre mirando televisión.
-No hubiese creído que en este rincón de la Patagonia
la gente tiene tales fantasías.
-Acá pasan bastantes más cosas de lo que muchos
suponen. Y los hechos raros alimentan las fantasías…
-¿Cuáles hechos raros?
-Los que le contaba. Monedas que llueven del cielo en
las cercanías de un pozo.
-Esas han de ser habladurías…
-No son habladurías, mi propia hija lo vio. Ella me
trajo los tres maravedís aparecidos de la nada.
-Puede haberse equivocado, encontró tres monedas y
pensó que un minuto antes no estaban ahí.
-Las jóvenes que usted acaba de conocer estaban con
ella, y también juntaron monedas caídas del cielo. Dicen que mientras duró la
lluvia, se oían voces de gente hablando en español antiguo, con acento castizo
que apenas se entendía, como el Cid.
-Caramba…
La historia
parecía no tener sentido, mas entonces recordé un incidente bien documentado,
ocurrido en La Pampa el año 1970. Un muchacho de diez años encontró una moneda
antigua mientras se excavaba un pozo. La vio brillar entre la tierra extraída a
seis metros de profundidad. El hallazgo fue tan raro, que mereció una nota en
el diario Primera Hora, de General Pico. Se lo comenté a Piazza, quien conocía
el caso.
-Nunca se identificó la moneda, aunque fueron
consultados expertos numismáticos.
-Exacto. Lo raro es que tenía letras latinas sin
sentido rodeando un águila, y del otro lado un perfil femenino con la fecha
1404 en números arábigos.
-Bueno, ese tipo de cosas echa leña al fuego de la
leyenda templaria, o neotemplaria, en este caso, de la Patagonia.
-Será cuestión de creer que andan unos fantasmas del
pasado arrojando monedas en los pozos del sur –dije con ligereza- y pidiendo
deseos de volver a pisar estas tierras.
Se oyeron
pasos en la escalera, y las tres damas de la noche aparecieron ante nuestra
vista.
-Papá, nos vamos con Deneb y Antares a la reunión
templaria. Vuelvo tarde.
Sentí de
nuevo sobre mí la mirada azul, como un rayo penetrando al fondo de mi alma. Y
aunque nos separaban muchos años, jugamos por un momento esa pulseada
clandestina para hacer apartar la vista al otro. Mantuve la mirada, y ella
debió ceder, evitando que el juego tomase un cariz distinto. Las tres jóvenes
salieron, dejando un vacío vibrante detrás de ellas. Permanecí un rato más
charlando con mi anfitrión, pero era incapaz de concentrarme en la
conversación, y pronto me despedí. Mi hotel quedaba lejos; yo subí el cuello de
mi abrigo para atravesar las cuadras oscuras del puerto.
No recuerdo
dónde leí que un viaje es como una vida en miniatura; una amistad de uno o dos
días equivale a una relación de años; y un desencuentro puede ser tan dramático
como un divorcio. Yo vivía esta pequeña aventura con la intensidad de los
grandes acontecimientos en mi vida, y así descubrí que me había enamorado de la
joven de ojos azules, con quien apenas cambié dos o tres palabras y una mirada
profunda. Cómo puede ser, me dije, yo amo a mi mujer, esa joven no significa
nada para mí. Cierto, pero ahora estaba en San Antonio, solo, y ella era la
belleza del pueblo. Mi vida antes y después de este momento no importaba, el
día y lugar presentes conformaban un mundo en sí mismos. Y en este mundo
efímero, una mirada valía mucho.
Mientras
caminaba por estas calles nuevas iba pensando que una muchacha desnuda no me
hubiese enamorado a estas alturas; sería un cuerpo más, entre tantos que se
ofrecen a la vista. Lo que me había llegado al corazón era su pasión templaria:
eso. Una mujer que busca lo irreal, como yo mismo. Y hubiese podido arrastrarme
a la locura en otra época de mi vida, menos escéptica que la actual. Durante
toda mi estada en San Antonio ella ocupó mis pensamientos, como una musa
inspiradora.
La tarde del
domingo fui a ver de nuevo a la peluquera. Tuve que esperar media hora a que
encontrase la llave, pero la paciencia tuvo su premio, y por fin me acompañó
hasta la casa vacía. Accedimos al patio trasero, atravesando un zaguán lleno de
colchones y una galería ruinosa. Allí estaba el pozo, cómo no, pero ni brocal
tiene. Es un puro agujero en la tierra, cegado con detritos. Perdí el interés
apenas lo vi. La señora me puso cara de “¿y usted qué esperaba?”, pero había
que cumplir con las reglas de urbanidad, y le agradecí su molestia. De allí me
dirigí al museo para saludar a Pesaresi, pero ese fin de semana no estaba en
San Antonio. Decidí pues volver a visitar el tercer pozo, cuyos alrededores me
habían encantado por su belleza agreste.
Llegué al
atardecer, mientras una bandada de flamencos rosados cruzaba el cielo volando
hacia el sol. Junto al brocal del pozo distinguí una figura quieta. A medida
que me acercaba se me aceleraron las pulsaciones…no es posible, me dije, es
ella, la joven de mirada azul. Parecía escuchar el trino de un pájaro, y ni
siquiera me vio. Me quedé contemplándola de lejos, para no sobresaltarla. La
joven estaba hablando… ¿con quién? No había nadie más cerca. Agucé el oído y oí
la palabra “César”, repetida con insistencia. Parecía una invocación, una
especie de letanía. Me aproximé despacio, y pude entender claramente: “Ven,
César”. Entonces la joven me vio, y sus pupilas se agrandaron como las de un
gato en alerta.
-Hola –dije con suavidad.
Ella me miró
fijo en silencio, y al fin respondió.
-Tú no eres César.
Dio media
vuelta y corrió hacia el pueblo como una exhalación. Yo quedé confundido junto
al pozo, sin atinar a nada. La noche empezó a caer; la brisa traía vagos
murmullos, retazos de conversaciones que yo no podía entender. Pronto el cielo
se consteló de estrellas, y emprendí el regreso a San Antonio. Mi expedición a
los “pozos de agua dulce” había terminado.
Volví a mi
amor de siempre, y pronto olvidé aquel sentimiento fugaz como una pompa de
jabón; sólo conservé la vieja curiosidad por los misterios del sur. A veces
revisaba la página web de la fundación Delphos, pero desde la muerte del benemérito
Fluguerto Martí –alma mater del mito templario en la Patagonia- ya no ofrecía
novedad alguna digna de mención. Pero googleando “templarios en San Antonio” di
con un foro donde un tal “Alfa Cygni” posteaba a propósito de cierto personaje
elusivo que rondaba cerca de los pozos de agua en los campos vecinos a San
Antonio. El tema atrajo mi atención enseguida, más aún al leer que dicho
personaje era llamado o apodado “César” en los post. Minimicé la pantalla y
abrí febrilmente otra, pues una sospecha había nacido en mi mente. Puse “Alfa
Cygni” en el buscador y voilá… “Deneb es el nombre propio de la estrella Alfa
Cygni, la más brillante de la constelación del Cisne”. ¡La autora de los post
no era otra que la templaria de San Antonio! Podría ser su hermana, pensé, pues
una se llamaba Deneb, y la otra Antares. Pero no, es ella, nadie más habla a
solas con “César”. Comencé a copiar los post, eran bien curiosos, por no decir
demenciales. El primero databa de noviembre del 2013, y respondía al post de un
tal “Baphomet” cuyo texto transcribo:
“Los
agricultores de San Antonio ven de vez en cuando a un vagabundo que cruza por
el campo a la hora del crepúsculo sin rumbo definido. Atraviesa los alambrados
como si no fuesen obstáculo para él. Los perros ladran a su paso, pero no lo
persiguen. Circulan leyendas alrededor de este personaje, a quien llaman
“César” (a saber cómo averiguaron su nombre, pues nunca habla con nadie). Dicen
que es inmortal. Se lo ha visto en lugares tan distantes como Stroeder y Playas
Doradas, al sur del golfo San Matías, con apenas unas horas de diferencia.
Duerme en el campo, debajo de un árbol o en alguna hondonada, para protegerse
del sol. Se alimenta, según creen, de conejos y gallinas robados de las
granjas, por eso nadie lo quiere tener cerca, y hasta le ponen espantapájaros
para alejarlo.”[2]
El tema no
parece haber tenido muchos seguidores, había sólo tres post en respuesta al de
“Baphomet”, todos firmados por “Alfa Cygni”. He aquí el primero:
“Yo vi a
César una vez. Pasaba corriendo detrás de una cortina de árboles hacia la
capilla. Ni un perro corre tan rápido. Llevaba una camisa holgada azul y botas
altas por afuera del pantalón. El pelo negro y largo, ondeando al viento.
Parece muy joven.”
Un mes
después, “Alfa Cygni” volvía a acotar:
“Ayer hablé
con César. Se me apareció caminando cerca del pozo de agua. Dijo que viene de
lejos, de una ciudad muy al sur. Yo le pregunté cuál, y me dijo que su nombre
era “Encanto”. Cómo es tu ciudad, dije, y él me la mostró en una visión que me
hizo llorar de añoranza. Es tan hermosa…cuando la visión cesó, él ya no estaba
conmigo.”
El último
post estaba fechado en febrero de 2014:
“César llegó
a caballo, y me invitó a compartir su montura. Yo acepté, y enseguida volamos
sobre el campo a lomos de su tordillo. Nunca fui tan feliz. Cabalgamos hasta
unos acantilados al borde del mar, allí bajamos del caballo y contemplamos el
atardecer. Una luna color miel asomó sobre el horizonte, en ese instante César
me besó, y yo le respondí con todo mi ser. A medida que la luna subía en el
cielo se iba poniendo más blanca, entonces César anunció que ya no podía
permanecer conmigo. Fue hacia su caballo y desapareció en la oscuridad. Yo lo
llamé, pero sólo respondió el viento.”
No había más
post. De hecho, poco después el foro fue cerrado por el servidor.
Pasó el
tiempo, bastante tiempo. Los misterios de San Antonio se difuminaron en mi
memoria. Un año después de mi visita, sin embargo, recibí un mail de Piazza. De
pronto la joven de ojos azules se me hizo presente, como si la hubiese visto
ayer. Al leer el mensaje quedé triste, muy triste por ella. La locura siempre
es trágica, y más cuando afecta a quien hemos amado, siquiera por un día. Copio
el mensaje sin hacer comentarios, con ello cierro mi historia. Ahora sé que las
campanas suenan al fondo de los pozos en la Bahía sin fondo, pero no todos las
oyen. Y tal vez sea mejor así…
“Estimado
Demetrio: Le escribo después de tanto tiempo para comentarle sobre una
expedición que hicimos con unos amigos de Turismo Aventura al cerro El Fuerte,
donde hay un pozo de agua dulce como los que usted estuvo examinando en San
Antonio. Se encuentra al pie del acantilado, y tiene la particularidad de
brotar siempre agua dulce de él, incluso cuando está cubierto por la marea. Me
pareció interesante comentárselo, porque esto demuestra que los pozos de agua
dulce están diseminados por toda la Bahía sin fondo.
Mientras estábamos en lo alto del cerro divisamos una formación geológica curiosa al Noroeste: desde lejos parece una colinita fortificada, bastante retirada del mar. Alguien dijo que ése podía ser el “Ancien Fort abandonné” señalado en los viejos mapas, por lo cual estuvimos estudiándolo un rato con el largavistas. Cuál no sería mi sorpresa al distinguir en la cima una figura humana… una mujer con vestido largo. Le hicimos señas, pero no nos vio. O mejor dicho, nos ignoró. Entonces uno del grupo dijo “debe ser la chica perdida”, y yo sentí una extraña sensación, porque quince días atrás había desaparecido Deneb de su casa, me refiero a la amiga de mi hija que usted conoció el año pasado. Bajamos el cerro y fuimos para allá en la 4x4, estuvimos buscándola como una hora en ese desierto. Por fin la encontramos escondida tras unos matorrales, evidentemente no quería que la viésemos. Yo me adelanté y la llamé por su nombre, sin obtener respuesta. Tenía el vestido desgarrado y la mirada perdida, pero no parecía deshidratada ni desnutrida. Debe haberse alimentado con mariscos –como los pulperos de la costa- y tomado agua del pozo. Ofreció resistencia cuando la quisimos llevar, pero yo me mantuve firme. No podía dejarla ahí. Durante todo el viaje de regreso a San Antonio no profirió una palabra. La dejé en casa de sus padres.
Mientras estábamos en lo alto del cerro divisamos una formación geológica curiosa al Noroeste: desde lejos parece una colinita fortificada, bastante retirada del mar. Alguien dijo que ése podía ser el “Ancien Fort abandonné” señalado en los viejos mapas, por lo cual estuvimos estudiándolo un rato con el largavistas. Cuál no sería mi sorpresa al distinguir en la cima una figura humana… una mujer con vestido largo. Le hicimos señas, pero no nos vio. O mejor dicho, nos ignoró. Entonces uno del grupo dijo “debe ser la chica perdida”, y yo sentí una extraña sensación, porque quince días atrás había desaparecido Deneb de su casa, me refiero a la amiga de mi hija que usted conoció el año pasado. Bajamos el cerro y fuimos para allá en la 4x4, estuvimos buscándola como una hora en ese desierto. Por fin la encontramos escondida tras unos matorrales, evidentemente no quería que la viésemos. Yo me adelanté y la llamé por su nombre, sin obtener respuesta. Tenía el vestido desgarrado y la mirada perdida, pero no parecía deshidratada ni desnutrida. Debe haberse alimentado con mariscos –como los pulperos de la costa- y tomado agua del pozo. Ofreció resistencia cuando la quisimos llevar, pero yo me mantuve firme. No podía dejarla ahí. Durante todo el viaje de regreso a San Antonio no profirió una palabra. La dejé en casa de sus padres.
Después tuve
una seria conversación con mi hija acerca de sus actividades templarias.
Admitió que hacen “vigilias iniciáticas” en El Fuerte, pero duran una sola
noche, y luego se reúnen de nuevo con el grupo. La fuga de su amiga Deneb, en
cambio, responde a otros motivos. Al parecer, se encuentra en El Fuerte con un
joven procedente de la Ciudad de los Césares. Así nomás, tan loco como suena.
Según Laura, sus padres no podrán retenerla, porque el tal César la cita a
veces en lugares muy lejanos, como la Isla de los Césares en la Bahía Anegada.
Y Deneb está como hechizada, no le importa nada, irá donde él la llame. Estas
son las novedades, lamentables y extrañas novedades que hay por San Antonio.
Espero no haberlo aburrido. Saludos, Juan Carlos Piazza”
[2] Esta descripción me recuerda a un personaje aparecido en la foto de un
geoglifo que me envió un corresponsal del Chubut, Gustavo Rubino Begner. Se ve
un hombre vestido de azul, a unos cien metros de la cámara. Mi corresponsal
asegura que no había nadie en kilómetros a la redonda cuando tomó la foto.
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